Tener treinta años y dedicarse a la apicultura no es algo frecuente. Susana dice que su determinación a iniciarse profesionalmente en este campo fue “un acto de rebeldía”. Su padre había tenido abejas desde siempre, más como afición, pero no le gustaba que su hija trabajara con estos animales. Sin embargo, Susana perseveró, y demostró que era capaz de manejar a la quizás ganadería más atípica de todas.
Cuando cerró la fábrica en la que trabajaba, se metió de lleno. Desde hacía tiempo tenía elaborado el proyecto, y sabía bien lo que quería. Empezó con 200 colmenas y con el número de registro que la permitiría envasar y comercializar por su cuenta, bajo la etiqueta “Panal de Ágreda”, su pueblo. Con el tiempo ha adquirido soltura en el manejo, hoy controla ella sola 350 colmenas, que quiere ampliar hasta 500. Sólo precisa de la ayuda de un hermano para realizar la trashumancia, en un radio de poco más de 50 kilómetros, porque la cercanía del Moncayo le permite encontrar diversas altitudes y captar varias floraciones, desde la primavera hasta el final del verano.
Su miel estrella es la de tomillo, aunque también envasa de espliego y de encina, en botes de kilo y medio kilo. Su lucha, como la de otros apicultores, es lograr convencer de la calidad de su producción frente a las mieles de importación, que llegan a precios ínfimos que permiten a la distribución obtener márgenes más suculentos. Con todo, la demanda de su miel y de su polen está por encima de la que puede ofrecer, especialmente en años como el 2005 –y veremos cómo es 2006–, de pocas lluvias. Susana admite que, como ya le advirtió su familia, la apicultura “no es un cesto muy boyante, pero la satisfacción de trabajar para ti también es grande”.