El nacimiento de la formación agraria

Los antiguos catecismos recogían las reglas elementales del buen agricultor

C.R./ Teresa S. Nieto

Desde el Neolítico, cuando se empezaron a cultivar los campos y a estabular los animales, hasta hace no tanto tiempo, los hijos aprendían de los padres, y así generación tras generación. Como la escritura, la lectura o el cálculo, el conocimiento técnico estaba al alcance de muy pocos. A partir de la Ilustración, en el siglo XVIII, empezaron a popularizarse en países como Inglaterra las conocidas como “catecismos” de la agricultura, con enseñanzas para los jóvenes aprendices, cartillas que pronto tuvieron también su traslación al castellano.

Escritos, como el catecismo tradicional, en forma de pregunta y respuesta, estos libritos recogían con lenguaje sencillo “los principios del arte del cultivo, y cómo sacar de la tierra con perfección el mayor número de productos”. También se esforzaban en destacar los errores que tradicionalmente cometían los labradores, “con prácticas y rutinas que suelen ser perjudiciales”. El nombre de “cartilla”, además, casa bien con la red que utilizó el Estado, Gaspar Melchor de Jovellanos, para transmitir estos conocimientos: los párrocos, “la única institución que por entonces tenía medios y personal en todos los rincones”, como indica el historiador Eduardo Montagut. Más tarde, se sumarían los maestros a las tareas de divulgación.

Durante casi todo un siglo, las cartillas fueron de uso frecuente, y sus preceptos fueron escuchados por los muchísimos, millones de personas que entonces tenían la agricultura y la ganadería como medio de subsistencia. Más tarde llegarían las ‘granjas-escuela’, dirigidas a hijos de agricultores, y más tarde aún las primeras escuelas de formación profesional agraria. Ignacio Bustamante, que fue durante treinta años profesor de edafología y cultivos herbáceos en INEA, la Escuela Universitaria de Ingeniería Agrícola de la Compañía de Jesús en Valladolid, recuerda bien los albores de la formación profesional agraria. Dedicaba muchas tardes a ir a pueblos y dar charlas a los agricultores, “y eran muy bien recibidas. Eran otros tiempos, aunque ya había emigración a las ciudades, todavía el número de agricultores era muy importante”. Cuenta una anécdota, en una charla de remolacha ante un grupo de sesenta agricultores. “Había un agricultor, el cabecilla de todos, que a todo lo que proponía cruzaba los brazos y negaba con la cabeza: “Eso aquí no”, “Eso otro aquí nada, no funciona”. Pensé que me hundía la charla. Al final se convirtió en uno de mis mejores amigos, porque le advertí sobre el exceso de sodio en sus tierras, pudo corregirlo y mejoró sus cosechas”.

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