Apartado del uso cotidiano, hoy es objeto querido por coleccionistas
Campo Regional Teresa S. Nieto
Un envase panzudo, un pitorro, una boca para rellenar y un asa. Como apunta el dicho, el mecanismo de un botijo es simple, pero a la vez perfecto. Antes de la llegada de la nevera, este recipiente de barro aseguraba agua fresca, y era compañero fiel en las tareas de siega o vendimia, en las excursiones en el seiscientos y en las tertulias nocturnas de la familia y amigos.
El agua corriente primero, y la generalización de las feas botellas de plástico de agua mineral después, fueron desplazando de la vida cotidiana al viejo botijo. Todavía está en algunas casas, más como un objeto decorativo que usado, y también es protagonista de varias colecciones particulares, como la que puede visitarse en Cisneros (Palencia), o la del Museo del Botijo de Toral de los Guzmanes (León), que hace pocos años fue distinguida por el Guinness como la colección de botijos más grande el mundo. En total, cerca de 3.000 ejemplares, la mayoría españoles, pero también de otros lugares, porque el botijo, con diferentes formas, existe en muchos países del mundo.
En el museo llaman la atención los botijos más extraños, con varios pitorros, forma de animal o de hombre, de cristal, de madera, de corcho… incluso uno con forma de ‘Naranjito’, la mascota del Mundial de España 82. Sin embargo, el botijo que realmente cumple con su función original, la de enfriar el agua, es el más sencillo: “es el típico, de arcilla blanca, o roja mezclada con algo de sal, para garantizar su porosidad. Adornos como los esmaltes le hacen más bonito, pero impiden que enfríe”, explica Jesús Gil-Gibernau, propietario de la colección de botijos cedida al museo de Toral. El botijo consigue enfriar el agua a costa de evaporar una pequeña parte; los cántaros se rezuman, sudan, y eso permite refrescar el agua contenida en su interior. Contra los que creen que el botijo es poco menos que prehistoria, Jesús cree que ofrece atractivos: “es barato; el agua está fresca, no helada como la de la nevera; el sabor a arcilla resulta agradable, y, sobre todo, nos une a nuestro pasado, a los tiempos en los que compartíamos más las cosas y echábamos un trago en común”, comenta.
Paralela al olvido del botijo y de otros recipientes de barro tradicionales, ha ido la desaparición del gran número de alfareros que existía en prácticamente todo el territorio de Castilla y León. Cada zona aportaba su maestría y sello especial: Jiménez de Jamuz, Aranda de Duero, Tajuelo, Coca, Fresno de Cantespino, Tiñosillos, Casavieja, Arrabal de Portillo, Alajeos… De Alba de Tormes eran famosos los botijos con filigranas; de Astudillo, los botijos de Pasión o de Santos. Zamora era núcleo principal de la alfarería: Carbellino, Moveros, Pereruela, Muelas del Pan… Muchos ya no están, pero todavía hay en algunos de estos pueblos buenos artesanos a los que comprar un buen botijo: el regalo del verano.