“Después de tantos años de llamadas desesperadas, con los datos en la mano, viendo cómo envejecía y desaparecía la gente de nuestros pueblos día a día, parece que se han dado cuenta y están dispuestos a hacer algo. La pregunta es ¿qué?, ¿hay remedio?”

 

Por Celedonio Sanz Gil

La despoblación parece haberse asentado en los últimos meses en el centro del debate social y político. Los datos son evidentes y no admiten más paños calientes. El desierto demográfico avanza, cada año la situación va a peor. Desde todo el espectro ideológico se suceden las reuniones, comisiones, artículos, mesas, congresos y conferencias que ponen de manifiesto la gravedad del problema. Los presidentes autonómicos de los territorios más despoblados (Castilla y León, Castilla-La Mancha, Aragón) se reúnen para buscar vías de solución conjunta e imponer la despoblación como criterio esencial en el reparto de la nueva financiación autonómica. Hasta el presidente del Gobierno acude a Teruel para anunciar un plan de inversión que dotará de fibra óptica de banda ancha al 85 por ciento de la población en 2020 y “si es posible” a todos los pueblos de España.     

¡Por fin!, ¡albricias sean dadas! Después de tantos años de llamadas desesperadas, con los datos en la mano, viendo cómo envejecía y desaparecía la gente de nuestros pueblos día a día, parece que se han dado cuenta y están dispuestos a hacer algo. La pregunta es ¿qué?, ¿hay remedio?

La solución no es fácil, por supuesto, y la evolución poblacional que dibujan los expertos en todos esos debates es descorazonadora. En el año 2030 más del 80 por ciento de la población vivirá en entornos urbanos: aunque digan otra cosa, a la mayor parte de la gente le gusta vivir en la ciudad.

Por otro lado, las soluciones que se incluyen en las conclusiones de todas esas reuniones se repiten sin añadir nada nuevo. Abogan por la mejora de los servicios públicos (educación, sanidad, policía…) y las comunicaciones, implantar las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, mayor implicación de la mujer y el aprovechamiento de las potencialidades para el turismo, alimentos de calidad, artesanía y tradiciones y espacios naturales.

Sin referentes

Espero que los autores de todos esos informes y los organizadores de congresos y conferencias devuelvan el dinero que se han llevado, porque no aportan nada: para ese viaje no hacían falta estas alforjas. Y porque, precisamente, lo que hace falta para solventar esta situación es dinero, presupuestos adecuados, y eso es lo que no hay. Como siempre, todos somos muy verdes, muy de pueblo, hasta que toca pagar la factura, y entonces se pasa del “¡qué bonito!” al “¡qué se jodan!”.

Es indudable que ese continuo despoblamiento va íntimamente unido a evolución del sector agrario. Los pueblos, y los espacios que ahora se vacían, han vivido siempre de la agricultura y de la ganadería, siempre con la explotación familiar agraria, asentada en la tierra, en la casa del pueblo. Desde la gran emigración del campo a la ciudad en la España de los años sesenta del siglo pasado, todas esas raíces que parecían tan fuertes se han ido desintegrando: la tierra, la casa del pueblo y hasta la familia, sin que hayan aparecido otros referentes ni económicos ni sociales capaces de sostenerlos. Recuperarlos es esencial para que la vida vuelva al medio rural.

Aunque nos cueste aceptarlo, la agricultura y la ganadería de hoy en Castilla y León no lo son. Siempre hay casos excepcionales, de los que se hacen reportajes, pero ahora los ganaderos que sobreviven tienen que ir pegados a macrogranjas ligadas a grandes sociedades, y para que un agricultor pueda vivir de la agricultura, con labores de cereal de secano, necesita llevar prácticamente un término entero. Es lo que hacen. Los agricultores que quedan consiguen acceder a una tierra, y poco a poco, arrendando o comprando, reúnen más y más labor en su entorno. Cuando hay que labrar llegan con sus enormes tractores y aperos, y en cuatro días dan la vuelta a todo el terreno, y cuando hay que sembrar lo mismo, sólo cambia el apero de los enormes tractores. Y cuando hay que abonar o aplicar tratamientos es igual, y cuando toca cosechar llegan los enormes tractores con sus enormes remolques acompañados por las enormes cosechadoras, y el grano no va a las eras, va de la báscula a los almacenes.

El desarraigo

Los viejos del pueblo, los que quedan, los que se sientan en la solana y andan por los caminos de toda la vida, y que sólo han conseguido salvar su pequeño huerto, les saludan al pasar, sin ningún aprecio. No son del pueblo y no viven allí, y además son demasiado grandes y van demasiado deprisa. Los pagos, de las tierras y de las cosechas, los reciben los hijos, que viven en la ciudad, en sus cuentas del banco, y todo se ha vuelto impersonal, insensible. Firman los contratos en un abogado, en un notario, ya no van a casa, a la cocina, a relatar ante una jarra de vino, saben que sólo se saludarán en el próximo entierro, la antesala para que se cierre una nueva casa del pueblo. Los tractores pasarán esos cuatro días, atronarán, y luego volverá el silencio. Casi mejor. En el pueblo sólo queda el humo y los baches en los caminos que provocan sus enormes ruedas. Son como monstruos que pueden venir del pueblo de al lado, pero que bien podrían salir de otro planeta.

Ese desarraigo lo sienten también los propios profesionales del campo. Una de las razones de que los pueblos se vacíen es que ya nadie quiere ser agricultor o ganadero, sigue desapareciendo un agricultor cada minuto en el mundo, porque hoy ser agricultor o ganadero significa rellenar papeles y recorrer kilómetros, como si fueras a una fábrica, fichas, haces la labor y te vas. El vínculo con la tierra está llegando a la nada.

Recuperarlo hoy es imposible ni con toda la fibra, ni con toda la banda ancha, ni a velocidad 5G. Para solucionar el problema de la despoblación hay que cambiar totalmente el concepto. Hay que centrarse en asentar la vida donde todavía queda un atisbo de esperanza, con nuevos conceptos. Hay que tratar los pueblos como si fueran urbanizaciones, en las afueras de las ciudades, que es lo que le gusta a la gente. Dotarles de los servicios y de las relaciones sociales que tienen las urbanizaciones, desde una piscina a una pista de pádel, y a partir de ahí intentar recuperar el terreno perdido.

Por otro lado, es necesario frenar una deriva muy peligrosa que se está asentando en muchos pueblos. Se están convirtiendo en el nuevo espacio de gran fiesta, de gran botellón. Ya no son sólo las fiestas del pueblo, que llegan cada verano y todo el mundo participa, ahora los pueblos son espacios para cualquier celebración particular, desde andadas a despedidas de soltero/a y lo que haga falta. Allí se reúnen peñas, jóvenes, grupos de amigos o conocidos para comer y beber y beber y beber, y hasta para añadir otras sustancias psicotrópicas, en sus casas, en sus espacios, sin conocer nada más. Ellos a su aire, sin molestias, con todo puesto.

Por eso, las redes de narcotráfico han potenciado sus suministros en las rutas rurales, porque ven un mercado abierto y abundante. Ya no es tan seguro dejar a los niños y los jóvenes en los pueblos, y esta situación tiene mucho que ver con los continuos robos que sufren casas, naves y granjas en todos los pueblos.

Algunos sacan rédito del abandono y ante esta situación lo primero debe ser cuidar lo que tenemos.