Febrero 2021 |SOY HOMBRE DE CAMPO, de pueblo, rústico. Amo la naturaleza, disfruto con la salida o la puesta de sol, me encantan los pájaros revoloteando en los charcos, me detengo y admiro al zorro, al igual que él se fija en mí. Hoy, ayudé a cruzar la carretera a un erizo; lamentablemente, casi todos lo que veo son atropellados.
Cuando el tiempo me da una tregua, me siento en lo alto de una peña, la más alta posible ─en eso que llamamos en mi pueblo ‘Los picones’─, sólo para admirar la paz que me trasmite ese pequeño, pero, en ocasiones, majestuoso río, en su descenso hacia la gran cascada de las tierras charras, el Pozo de los Humos. Desde aquí, veo el humo, niebla ocasionada por la precipitación del agua en su caída; veo el roble que, en estas fechas, resurge de su letargo; dos perdices que se esconden ─normal, pues tres águilas están buscando almuerzo─.
…silbo. Vuelvo a silbar. Sólo faltaba una, que estaba escondida tras unas escobas en flor. No viene sola…
Me cruzo con el que fuera el último cabrero de mi pueblo, madrugador donde lo haya, con azada en mano. Con sus ochenta y muchos años, que se los lleva a todas partes, aviva las cunetas obstruidas del camino. También limpia un pilón. Ya no hay cabras, pero da igual, él quiere que esté limpio, siempre lo estuvo.
En la parcela de al lado, hay ovejas pastando y corderitos, muchos, y todos casi iguales. Hermosa estampa… el manto del sembrado verde oscuro invadido por las blancas ovejas. Siempre me gustaron. Las ovejas son el símbolo de la indefensión y el buen comportamiento, aunque no siempre sea así. Sigo a lo mío, entro en mi parcela. Aquí las dimensiones no nos permiten llamarlas ‘fincas’. En unos cientos de metros, me rodean las vacas; éstas son tranquilas y más cuando llega quien les da de comer. No están todas. Silbo. Vuelvo a silbar. Solo faltaba una, que estaba escondida tras unas escobas en flor. No viene sola; la acompaña su ternero recién parido. Parecen estar bien los dos. Les doy a todos de comer y me espera el siguiente trabajo: arreglar unas cercas y limpiar, lo que pueda, de un prado, hasta donde me dé el día.
Ésta es la realidad de lo que puede ser cualquier día de los agricultores de mi tierra. Éstos son mis sentimientos y, estoy seguro, que también son los suyos. Estas sensaciones no se compran; se heredan, se sienten en el alma; se nace para interiorizarlas y disfrutar de cada día al aire libre, de cada granizada, brisa o tormenta que el día te depare. Aunque la realidad de lo que siento, en este momento, es algo totalmente diferente y no sólo me pasa a mí sino a todos aquellos que vivimos de esto: desesperación, impotencia, rabia, desprecio y pena.
Desesperación, al ver que todo nuestro mundo se va al traste. En poco tiempo, no quedara nadie que pueda disfrutar de todo lo mencionado anteriormente. Nosotros somos los verdaderos ecologistas ya que cuidamos de él.
Impotencia, porque no soy yo el que tiene que cambiar, tampoco es el cabrero ni el hombre que, garrote en mano, dirige un ejército de fieles ovejas por la cañada de regreso al cobertizo; ni aquellos que retornan, hacha en mano, después de acicalar con gran maestría los centenarios robles… No consigo que nos vean. Somos menos que hace unos años, sí, pero aún estamos aquí.
Rabia, por todo lo que se atreven a decirnos sobre cómo tenemos que vivir en mi pueblo o cómo tenemos que conservar lo que, desde hace años, llevamos conservando, y hacia todos los que nos dan lecciones de ecología desde un sofá bien en un pisito de la ciudad.
Desprecio hacia dirigentes políticos, empeñados en legislar en contra del sistema de vida que tenemos; pongamos que se llama Ministerio de Transición Ecológica, por ejemplo, encarnado por Teresa Ribera.
También, hacia la antítesis política, que ni está ni se la espera, por no actuar en pro del sector, por el que cobra desde hace muchos años; pongamos que se llama Ministerio de Agricultura, por ejemplo, encarnado por Luis Planas. Desprecio hacia todo aquel que justifique lo injustificable y que pretendan que el lobo conviva con mis terneritos. Si conviviesen, unos serían el menú del otro.
Y más desprecio, a los que condenan a este país a depender de terceros por las imposibles limitaciones para producir (nitratos, rotación de cultivos, glifosato, transgénicos o carnes de laboratorio).
Por último, pena. Pena de nuestro país en general; por ver cómo nos convencen de lo más absurdo con falsas lecciones de ecologismo, feminismo e igualdad. Y es que nos pretenden llevar ciegos, con paso firme hacia un precipicio.