Cerramos 2024 con un comportamiento climático, en términos generales, favorable para el sector agrario. Es cierto que “nunca llueve a gusto de todos”, pero basta con mirar atrás para recordar años marcados por interminables sequías, nevadas históricas o granizadas que arrasaron la producción de toda una campaña. Sin embargo, aunque la situación haya sido positiva en muchas regiones, no podemos ignorar que en algunas zonas las condiciones han sido especialmente adversas. En este momento, quiero dedicar un recuerdo especial a los afectados por las recientes riadas en el Levante español. A las víctimas, en primer lugar, pero también a quienes lo han perdido todo: sus casas, pertenencias, negocios y, en el caso de muchos agricultores y ganaderos, la posibilidad de reconstruir sus explotaciones o plantaciones.

Aunque las condiciones climáticas no suelen estar bajo nuestro control, muchas de estas tragedias, provocadas por riadas y agravadas por la acumulación de maleza en cauces y espacios públicos, podrían haberse mitigado con una gestión más responsable. La inacción en la limpieza de ríos, la falta de mantenimiento en áreas naturales y las políticas dictadas desde despachos alejados de la realidad rural, nos están llevando a situaciones previsibles para quienes trabajamos en el terreno, pero ignoradas por quienes legislan siguiendo dogmas alejados de la práctica.

En los últimos años, hemos sido testigos de un creciente enfoque ambientalista que, si bien busca la conservación de la naturaleza, ha derivado en decisiones que no han tenido en cuenta las realidades del terreno. Desde el desmantelamiento de infraestructuras como presas, que cumplían una función esencial de regulación de las crecidas y almacenamiento de agua, hasta las restricciones impuestas a la gestión del medio rural, las políticas actuales parecen estar desconectadas de las necesidades del sector agrícola y ganadero. Esta ideología medioambientalista, que se enfoca exclusivamente en la teoría y las buenas intenciones, ignora las necesidades prácticas y urgentes de los que trabajamos en el campo, y pone en peligro la sostenibilidad de nuestras producciones y, por ende, de nuestras vidas.

A esta situación se suma el progresivo abandono del medio rural, impulsado por políticas que hacen cada vez menos viable la vida en nuestros pueblos. La falta de servicios, la baja rentabilidad de las explotaciones y, en muchos casos, la estigmatización de quienes habitamos estas zonas como “incompetentes” para gestionar el entorno que hemos habitado durante generaciones, está llevando a una desconexión total entre los legisladores y la realidad rural. Desde el sector agrario llevamos años reclamando medidas básicas: limpieza de ríos, permiso para gestionar nuestros campos, control de la fauna salvaje y libertad para sembrar y trabajar nuestras tierras de manera eficiente. Estas demandas no buscan confrontar, sino prevenir tragedias como las que hemos vivido en Levante y tantas otras zonas.

Es imprescindible que quienes toman las decisiones aprendan de estas desgracias y escuchen a quienes vivimos y trabajamos en el medio rural. De lo contrario, la situación no hará más que empeorar, y las consecuencias serán cada vez más graves para todos, no solo para los habitantes de estas zonas. El equilibrio entre conservación y gestión activa no es solo posible, es necesario. No se trata de elegir entre proteger la naturaleza o garantizar la seguridad y la producción, sino de encontrar soluciones que integren ambas realidades. Dejemos de legislar desde el desconocimiento y comencemos a actuar con responsabilidad y visión de futuro.