En medio de la compleja polémica sobre la inmigración ilegal que llevamos arrastrando a lo largo de todo el verano, y que se ha convertido en uno de los principales problemas de este Gobierno, he oído más de una voz, fundamentalmente en las tertulias radiofónicas, que vinculaba el gran problema de la inmigración con las subvenciones agrícolas en los países ricos, sobre todo Estados Unidos y la Unión Europea.
(Artículo de opinión publicado en La Crónica el Mundo el 23 de septiembre de 2006)
LOS QUE VIAJAN EN CAYUCOS NO QUIEREN SER AGRICULTORES
José Antonio Turrado
En medio de la compleja polémica sobre la inmigración ilegal que llevamos arrastrando a lo largo de todo el verano, y que se ha convertido en uno de los principales problemas de este Gobierno, he oído más de una voz, fundamentalmente en las tertulias radiofónicas, que vinculaba el gran problema de la inmigración con las subvenciones agrícolas en los países ricos, sobre todo Estados Unidos y la Unión Europea. Basan sus argumentos los defensores de esta teoría en que si Europa no fuese tan proteccionista con sus mercados agropecuarios, los países pobres podrían producir y exportar alimentos, con lo cual mejoraría su nivel de vida y no ansiarían buscar nuevos horizontes lejos de sus fronteras.
Hay analistas políticos que están convencidos de que los países pobres pueden producir alimentos para satisfacer las necesidades de la población mundial, y que para ello sólo hace falta que se deje de hacer agricultura y ganadería en aquéllos otros en los que se ayuda directa o indirectamente a las gentes del campo para que alcancen unos ingresos equiparables a la media de los ciudadanos. Quienes así piensan no se dan cuenta que nuestra agricultura es productiva porque en los últimos años se han producido importantes cambios, mientras que en los países pobres se sigue cultivado con la simple mano del hombre y la ayuda del mulo como se hacía aquí antes de la Guerra Civil. Sin la mecanización del campo con tecnología punta, sin el uso de semillas y fitosanitarios, sin formación, sin infraestructuras de regadío o que eviten inundaciones, sin vías de comunicación para el transporte de las mercancías, y sin centros de comercialización y transformación, la agricultura y ganadería no puede ser sino una actividad de subsistencia que aspire como mucho a cubrir las elementales necesidades del país, pero nunca puede ser una opción de conquista de nuevos mercados. Estos países pobres, bastante tienen con sus problemas, bastante tienen con sus necesidades más perentorias, como para priorizar los esfuerzos del gobierno en desarrollar su agricultura.
Si en Europa y en EE.UU. la agricultura ya no es una prioridad, tampoco lo va a ser en otros países que aspiran a ser desarrollados. Sus objetivos no son convertirse en potencias en materia de agricultura, de ganadería o de pesca, sino el convertirse en sociedades industrializadas y de servicios. Ningún país en estos momentos en vías de desarrollo y con posibilidades de crecimiento, tiene sus ojos puestos en el sector primario, un sector muy vulnerable, en el que hay que invertir mucho para después recuperar poco.
Por otra parte, un desarrollo agrícola en estos países supondría un elevado coste medioambiental que desde occidente no debería de propiciarse. Conseguir abundante superficie de fértiles tierras de labor sólo es posible con las prácticas que ya se hicieron en España hace décadas: deforestación y grandes embalses de agua. En definitiva, que la receta para hacer agricultura en el mundo pobre, después de abandonarla en el mundo rico, conllevaría importantes inversiones, plazos largos, elevado coste medioambiental, así como una inseguridad sobre la garantía absoluta de abastecimiento de alimentos de calidad a precios razonables.
Con estos argumentos, pienso que no se debe de dejar de hacer agricultura donde se ha demostrado que se puede producir mucho, de calidad, y con un coste razonable para la sociedad. Un coste razonable que incluye tanto lo que se paga por los productos, como esas ayudas públicas que tratan de acercar la renta agraria a la media del país, y que compensan en parte las grandes desventajas de vivir y trabajar en el medio rural.
Es más fácil y económicamente viable deslocalizar grandes industrias para ubicarlas en el norte de Africa que convertir sus desiertos y selvas en prósperos campos de maíz. No tengo duda alguna en que quienes llegan a nuestras costas en cayucos luchan por un salario digno, y no luchan por tener un tractor y labrar los campos, ni luchan por poder tener rebaños de quinientas ovejas. Por eso, si queremos ayudar a los países pobres, no tendrá que ser a base de hacerlos a todos agricultores, como si fuera una profesión fácil para la que vale cualquiera, sino llevando bienes industriales y servicios que mueven hoy la economía mundial y con ello el progreso y el bienestar.
Y mientras la riqueza siga mal repartida y millones y millones de gentes pobres de todos los continentes tengan la vista puesta en España como puerta de entrada en Europa, nos queda recibirles, darles un trato humanitario, y si el Estado nos dejase, desde el sector agrario a muchos de ellos les daríamos también trabajo. La dignidad de estas personas se le reconoce también y sobre todo dándoles lo que ellas vienen a buscar, que no es otra cosa que un salario a cambio de trabajar. Condenarles a vivir de la caridad no es tratarles como a semejantes.