Casi nadie va a dar la cara por los cientos de miles de pequeños accionistas del Banco Popular, con su valor en la empresa reducido ahora a cero, y eso es injusto
Accionistas del Popular
Casi nadie va a dar la cara por los cientos de miles de pequeños accionistas del Banco Popular, con su valor en la empresa reducido ahora a cero, y eso es injusto. Depositar parte de los ahorros en una empresa, y más cuando se trata de una empresa cotizada y tan sujeta a la regulación por organismos externos, es una práctica ordinaria, propia también de pequeños ahorradores, y en modo alguno se debe de considerar especulativa. Quién ha invertido en el Popular, como quién lo hace en otras entidades financieras, lo ha hecho por la garantía que le ofrecía la institución y sabedor de que el Estado, a través de los organismos reguladores, estaba muy vigilante para que la gobernanza del banco fuera la correcta. El ahorrador del Popular sabía que en el cajón de plazo fijo su dinero no corría riesgo, y que por el contrario si lo corría en el cajón de las participaciones en el accionariado o en el de los bonos subordinados. Pero siendo esto cierto, no es menos cierto que el riesgo de pérdidas cuantiosas debería de ser mínimo, y el de perderlo todo, inexistente. Y lo que ha ocurrido es que se ha perdido todo, que miles de millones de euros del patrimonio del banco se los han comido las pérdidas, consecuencia sobre todo, de créditos fallidos o necesariamente provisionados. El banco ha pedido más dinero a sus accionistas, en más de una ocasión, y para eso ha presentado unas cuentas, auditadas y visadas incluso por el regulador europeo, que no ponían en cuestión la viabilidad de la institución. Pero todo se derrumbó cuando en la noche del martes para el miércoles el regulador materializó la venta del Popular al Santander, por el simbólico valor de un euro, y claro está, con el compromiso de subrogarse en todas las cargas. Una noche en la que los accionistas del Popular dejaron de serlo perdiendo el valor de todas sus participaciones, ante lo que el Gobierno aplaude con las orejas porque no ha costado dinero público, y la reacción social es de alegría porque el vecino está entre los damnificados. Y falta el cierre de oficinas.
Artículo de opinión de José Antonio Turrado publicado en La Nueva Crónica del viernes 9 de junio de 2017.