Por Donaciano Dujo*
Muchos de los profesionales que estamos hoy en la agricultura ya casi no nos acordamos de los cambios tan importantes que entre los años cincuenta y sesenta vivió el medio rural. El primero, el éxodo de mujeres y hombres jóvenes que tuvieron que abandonaron sus tierras para establecerse en las zonas que, en pleno desarrollo industrial del país, demandaban mano de obra, principalmente Madrid, Cataluña o el País Vasco.
Perdían nuestros pueblos vecinos, pero a la vez mejoraban, como en el resto de la sociedad, las condiciones de vida, aunque fuera a veces perdiendo el arraigo municipal: los que vivíamos en pueblos pequeños como el mío tuvimos que pasar de la escuela del pueblo al centro escolar de la zona, o de recibir la visita del médico a ir al consultorio de otra localidad más grande; en el lado positivo, fue en esos años cuando llegó hasta la mayoría de casas el abastecimiento de agua, de luz y de teléfono. E incluso empezamos a ver partidos de fútbol o toros en televisión, algo que hasta entonces era imposible.
El campo no fue ajeno a esos cambios, y con la llegada de la maquinaria que multiplicaba el trabajo que durante siglos se hizo a mano, con la única ayuda de los animales, fue necesario reestructurar la propiedad. Partíamos en Castilla y León de muchísimos pequeños propietarios con fincas de una dimensión mínima. Incluso en muchas zonas se desconocía lo que era la hectárea: se hablaba de fanegas, cuartos, celemines, etc. medidas populares que se aproximaban más a las dimensiones de las múltiples parcelas de nuestro territorio.
No debió ser aquello una tarea fácil. Bien sabido es que el agricultor siente la propiedad de esas tierras como algo muy suyo, y que hubiera que juntar todas las fincas, preparar lotes y que te tocasen otras que nada tenían que ver con las heredadas de sus padres o comprado con mucho esfuerzo suponía un cambio de mentalidad y de miras muy grande. En los pueblos hubo miles de reuniones y deliberaciones para poder llevar a término este nuevo mapa del territorio agrario. Un trabajo titánico al que contribuyeron de manera especial y entregada los agentes de extensión agraria, que tan buena labor hicieron por la agricultura y ganadería en esos años.
Esa tarea que hoy casi parece imposible, poner de acuerdo a tantos miles de propietarios de fincas, poco a poco fue posible, avanzando las concentraciones por todo el territorio nacional. Quedaron fuera un puñado, algunas zonas periféricas o de alto valor por su proximidad a los grandes núcleos, o parcelas específicas de alto interés para los agricultores, como eras, prados para hierba y ganado, el pequeño majuelo para autoconsumo, e incluso alguna chopera que en ese momento quiso mantenerse. También se excluyeron algunas áreas de regadío, que en muchos casos eran fincas que se aprovechaban con un pequeño pozo o concesión de agua.
Han pasado, en la mayoría de los casos, más de 40 años de aquellas concentraciones. Y si el paso de trabajar el campo con ganado a esos primeros tractores de 60 caballos fue importante, también es muy grande el paso dado con la maquinaria de última generación respecto a la que había entonces. Aunque en los últimos años se está haciendo en Castilla y León una importante labor de modernización de los regadíos (que siempre va acompañada de su propia reconcentración), la inmensa mayoría del terreno de nuestros pueblos es de secano, y precisan de un nuevo planteamiento, porque esas fincas concentradas en los años sesenta son hoy tan pequeñas para nuestra maquinaria actual como lo eran entonces para aquellos primitivos tractores.
Por ello es urgente que las administraciones propicien planes de concentraciones en el territorio de la Comunidad Autónoma. No es un proceso fácil, está claro, especialmente porque muchos propietarios no son agricultores y no son conscientes de los problemas que implica la disgregación de las parcelas. Pero tampoco puede ser más difícil que aquella primera concentración, en la que ni siquiera había registro de buena parte de las fincas, en la que hubo que marcar por primera vez cada camino y cada reguera, en la que el número de afectados era mucho mayor y en la que no se contaba con los recursos técnicos e informativos de los que hoy se dispone. Con la voluntad y el esfuerzo de todos, y también con el apoyo presupuestario de las administraciones, hay que trabajar en esa segunda concentración. Porque una agricultura del siglo XXI, competitiva, productiva y también sostenible, precisa de explotaciones mejor dimensionadas.
Donaciano Dujo es presidente de ASAJA de Castilla y León