La sensación que existe en el sector es que, si hasta hace unos años se hablaba de “burbuja” inmobiliaria, ahora esta burbuja se ha trasladado a la tierra, por la que se está pagando mucho más de lo que vale y de la rentabilidad que ofrece a corto, medio y, lo que es peor, a largo plazo
Donaciano Dujo. Presidente de ASAJA de Castilla y León
Siempre que se habla de Castilla y León se subraya que es una de las regiones más extensas de Europa, y es cierto. Eso, sumado al bajo índice de población de muchas de sus zonas rurales podría llevarnos a pensar que hay tierra de sobra para cualquiera que se disponga a trabajarla. Pero nada más lejos de la realidad. Cualquier joven que se haya incorporado en estos años al sector se ha encontrado con que, aún más complicado que conseguir el dinero para comprarse un tractor –bastante caro ya de por sí– es hacerse con una superficie de tierra suficiente para poder vivir de la agricultura.
Hay que tener en cuenta que en Castilla y León los agricultores profesionales apenas sumamos 50.000, pero hay otros tantos “de fin de semana”. Entre todos, cultivamos cerca de 3 millones de hectáreas, mayoritariamente de cereal de secano y también una buena parte destinada al barbecho, porque nuestras tierras por desgracia, no son muy productivas y apenas llegan al medio millón las hectáreas que son de regadío.
Así pues, la Comunidad Autónoma tiene una gran extensión y un número importante de hectáreas, pero muy pobres e incluso improductivas. Pero es que, además, la propiedad está tan repartida que es muy difícil de manejar. Baste con señalar que, en estos momentos, en Castilla y León vivimos poco más de dos millones y medio de habitantes y que casi con total seguridad el número de propietarios de terreno rústico de la región es superior al de residentes. Y desde luego, muy pocos de esos propietarios son los jóvenes que se incorporan.
El primer hándicap con el que se encuentran está muchas veces en la propia familia, en cómo conseguir una sucesión positiva sin deshacer el patrimonio agrícola familiar, para lo que es necesario el acuerdo entre el hijo que se queda, los padres y otros hermanos, si los hubiera. Algo que no siempre es fácil, y ni que decir tiene que tampoco lo es cuando el chaval tantea a los tíos o a un vecino que se jubila. Bien la propuesta sea ir a medias o pagar una renta, la cosa se pone por las nubes, y es que algunos quieren ganar más ya jubilados por la renta que lo que les daban las tierras cuando todavía estaban trabajando.
La sensación que existe en el sector es que, si hasta hace unos años se hablaba de “burbuja” inmobiliaria, ahora esta burbuja se ha trasladado a la tierra, por la que se está pagando mucho más de lo que vale y de la rentabilidad que ofrece a corto, medio y, lo que es peor, a largo plazo. Hay que admitir que parte de la culpa de esta situación la tenemos nosotros mismos. En los meses de final de verano, cuando se sacan a subasta los terrenos comunales de ayuntamientos o juntas vecinales, que suelen ser los sobrantes de concentraciones y por tanto los peores del pueblo, los agricultores del pueblo o de alrededor, todos acabamos por pasar por el aro y pagamos “a cojón de pato” los arrendamientos de unas tierras que en la inmensa mayoría de los casos no valen ni de lejos lo que cuestan. Y lo que es peor: estas rentas desorbitadas además marcan la tendencia en el resto de arrendamientos que se acuerdan entre particulares.
Luego toca lamentarse del perjuicio económico que estos arrendamientos causan a los agricultores y ganaderos y, muy especialmente, a los más jóvenes, que necesitan a toda costa tierras para incorporarse en la actividad. Y, encima, buena parte de ese dinero que el sector ahorra se va a propietarios, hijos de antiguos agricultores, que hoy ni siquiera viven en la Comunidad Autónoma. Son, pues, muchos los factores que no cuadran y que precisan de una revisión profunda. Pero mientras, el pagano de estos desajustes no es otro que el agricultor.
* Artículo publicado en el Suplemento Mundo Agrario, de El Mundo de Castilla y León.