Celedonio Sanz Gil. Periodista y articulista agrario
Las alertas sanitarias en el sector agrario de la UE en general y en España en particular siguen disparadas. Las enfermedades, plagas y malas hierbas en los cultivos han crecido y les han dañado de forma sustancial, provocando graves pérdidas en las cosechas, por cantidad y calidad de las producciones. En las explotaciones ganaderas las amenazas son constantes: el lobo se multiplica, la peste porcina por los animales salvajes llega al corazón de Europa, la fiebre aftosa avanza (primer caso en Alemania en 20 años).
Los cálculos de los expertos indican que, a nivel mundial, cada año se pierde más del 20 por ciento de la cosecha por el efecto de las plagas. El estatus fitosanitario empeora con condiciones meteorológicas extremas, sequías o exceso de humedad a las que parece avocarnos el cambio climático. El problema ya no es circunstancial, es una situación estructural que exige un nuevo planteamiento normativo en la UE.
Desde el año 2018 en Europa se han inhabilitado más de 30 sustancias activas para el tratamiento fitosanitario en el campo en función del descubrimiento de ciertos riesgos para la salud humana o medioambiental por diferentes estudios científicos. El problema es que, lamentablemente, en todo este tiempo no han surgido alternativas de verdad efectivas. Ni lo que se denominan sustancias activas químicas de bajo riesgo, ni las soluciones de biocontrol planteadas, ni diversas prácticas innovadoras que sugieren diferentes organismos como herramientas alternativas o estrategias combinadas. Nada. Los esfuerzos de los equipos de investigación y desarrollo, ese I+D agrario que tanto se publicita, han fracasado hasta el momento y los agentes dañinos van ganando la batalla.
Antes de 2027 será necesario renovar la autorización para el empleo de más de cuarenta sustancias activas que ahora se utilizan en los cultivos europeos, y de ellas prácticamente la mitad tienen escasas o ninguna probabilidad de obtener el certificado necesario para su empleo. Con ello, una buena cantidad de herbicidas, insecticidas y fungicidas deberán salir del mercado y a los agricultores y ganaderos les quedará un catálogo muy escaso para satisfacer sus necesidades.
Escaso y, eso sí, cada vez más caro. Los gastos en plaguicidas y fitosanitarios han aumentado en la UE cerca del 15 por ciento en los últimos cinco años y su factura no para de subir. Más caros, pero menos eficaces.
Los agricultores y ganaderos se ven obligados a morir al palo porque los enemigos se fortalecen y se multiplican. Bien por la proliferación de especies protegidas, como el lobo o el oso; bien porque surgen nuevas especies que actúan contra los cultivos, debido a cruces entre las ya existentes, como el topillo, o por la llegada de plantas o animales invasores procedentes de otras partes del planeta, que llegan al albur de las importaciones de productos agrarios, también porque las nuevas cepas de virus parasitarios se han fortalecido por su propia evolución. Las ayudas oficiales y las campañas de saneamiento son escasas y en muchos casos llegan tarde, la prevención no es la ideal y las soluciones radicales acaban condenando a la desaparición a las explotaciones ganaderas, que no pueden soportar los gastos para comenzar de nuevo.
Tradicionalmente las plagas se dividen en cuatro apartados: malas hierbas (maleza, plantas), patógenos (enfermedades producidas por virus, hongos o bacterias), artrópodos (insectos, arácnidos, ácaros, etc.) y vertebrados (mamíferos, aves, reptiles, etc.). En cada caso, se podía utilizar una práctica de laboreo o la incorporación de un producto específico para su control. Ahora están tan medidas las tareas agrarias, al milímetro y al minuto, que los agricultores y los ganaderos se sienten impotentes en demasiadas ocasiones.
Si nos centramos en los plaguicidas, estos deben tener tres características esenciales: a) deben disminuir al máximo los daños provocados por una plaga para evitar daños económicos; b) deben evitar los rebrotes y la resistencia de las plagas a las que combate; y c) deben ser lo menos tóxico posible para el medio ambiente y otros organismos, incluido el ser humano. No debemos engañarnos, a pesar de todas las investigaciones y las técnicas innovadores, el pesticida ideal no existe y en muchos casos es inevitable que su uso produzca ciertos efectos secundarios que, por supuesto, hay que minimizar todo lo posible. Por otro lado, se ha avanzado mucho en las técnicas de empleo, del vaporizar a los drones, y en los conocimientos de los propios agricultores y ganaderos, lo que eleva la eficacia de los tratamientos y disminuye esos efectos nocivos.
En cualquier caso, hay que tener siempre presente que los enemigos del campo no descansan y ahora mismo hasta matar a un mosquito crea una mala imagen, para qué hablar cuando se trata de lobos o de otras especies. Eso no debe evitar que se siga trabajando para que los programas de seguimiento y control aumenten su constancia y su eficiencia. En este momento de cambio climático acelerado y con un comercio mundial alimentario cada vez más liberalizado es fundamental avanzar en el control de los elementos invasores así como en el conocimiento biológico de las plantas agrícolas y de sus plagas para lograr un manejo más eficiente de todos los medios disponibles.
El campo parece que hoy no tiene más que enemigos. Las plagas crecen, la maldición bíblica no cesa, a los burócratas, malas hierbas, virus y mosquitos no hay tratamiento que los erradique