Celedonio Sanz Gil. Periodista Agroalimentario
El elevado precio de los alimentos es en este momento un punto evidente de preocupación, y de conflicto, en nuestra sociedad, que influye directamente en el devenir del sector agrario.
Aunque a nivel general, macroeconómico, los responsables gubernamentales nos dicen que las tensiones inflacionistas van desapareciendo, lo cierto es que los precios de los alimentos siguen subiendo, aunque sea en menor medida, desde los altísimos niveles en los que se encuentran. Además, poco a poco se irán retirando las medidas de eliminación de impuestos, supresión del IVA o tipo superreducido de los principales productos, lo que puede suponer un nuevo impulso alcista.
Los consumidores ya saben que los agricultores y ganaderos tienen poca culpa en esas subidas. Ahora mismo en el campo se están recogiendo patatas que se pagan al productor apenas a 35 céntimos el kilo, mientras en la tienda el precio medio que paga cada ciudadano se acerca a los dos euros. Un sobreprecio que no hay Ley de Cadena Alimentaria ni norma alguna que pueda evitar.
Junto a factores coyunturales, de mayor o menor cosecha en algunos sectores, lo cierto es que en la UE hay una tremenda presión sobre los precios de los alimentos por la imposición de las medidas de protección ambiental y de bienestar animal. En países como Dinamarca, Alemania o Países Bajos los gobiernos están pagando por cerrar granjas avícolas, porcinas o de vacuno por esas exigencias medioambientales. La menor producción presiona al alza a los precios. La UE ya no puede autoabastecerse, ya no tiene soberanía alimentaria, y se ve obligada a importar estos productos agrarios de países terceros que, en la mayor parte de los casos, no respetan ninguno de esos requisitos impuestos a los productores comunitarios.
En esta situación surge la gran pregunta. ¿Hasta qué punto los consumidores españoles, y comunitarios están de verdad dispuestos a pagar por la imposición de estas medidas? En segundo lugar, y no menos importante, cabe preguntarse ¿de verdad este camino regulador e impositivo provoca ese balance ecológico positivo que todos queremos? ¿es de verdad beneficioso para el planeta, para el medio natural?
Analicemos un ejemplo concreto.
En 2018 se lanzó una iniciativa conocida como el Compromiso Europeo con el Pollo (ECC por sus siglas en inglés). A través de ella, diversas ONGs de protección animal abogaban por mejorar el bienestar de los pollos de engorde. Como es evidente que, dicho así, todo pinta muy bonito y nadie quiere quedar fuera de este impulso publicitario, más de 300 empresas, tanto de la industria productora como de la distribución, asumieron este compromiso. Entre ellas se encuentran Nestlé, Danone, Unilever, Kraft, Ikea, Mark&Spencer, Dr. Oetker o KFC.
Todas ellas tendrán que cumplir, antes de 2026, que toda la carne de pollo que usen, tanto fresca como congelada o procesada, proceda de pollos a los que se les haya mantenido en condiciones más exigentes de bienestar. Una densidad máxima de 30 kilos por metro cuadrado. Sin jaulas. Con luz natural, un mínimo de 50 lux de iluminación. Espacio con perchas. Ser de determinadas estirpes. Ciertos requerimientos en la calidad del aire y utilizar determinados sistemas de aturdimiento en el sacrificio.
Ante ello, la Asociación Europea de Procesadores y Comerciantes de Carne de Pollo (AVEC) ha elaborado un informe de las repercusiones que este Compromiso tendría en la cadena de producción de pollo, con el fin de que las empresas que se han unido al mismo tengan conocimientos de cuáles van a ser esas repercusiones.
El estudio concluye que la imposición de estas medidas provocará una reducción del 44 por ciento en la cantidad total de carne producida, en comparación con los métodos de producción estándar actuales en la UE. Y también supondrá un incremento del 37,5 por ciento en el coste de producción por kilo de carne.
Esto obligará a elevar el precio al consumidor cerca del 50 por ciento sobre las cotizaciones actual para mantener la rentabilidad de las explotaciones. Precisamente ahora, cuando el consumo de carne de pollo, y de huevos también, está reflotando como refugio para la ingesta de proteínas ante los altos precios de otras carnes, como el vacuno o el cordero.
Además, estas medidas, en un balance ecológico global, no serían beneficiosas para el medio ambiente del planeta. Provocarían un aumento del 35,4 por ciento en el consumo de agua, lo que equivale a 12,44 millones de metros cúbicos adicionales al año, en un contexto de sequía constante y cambio climático. El consumo de piensos subiría un 35,5 por ciento, serían 7,3 millones de toneladas adicionales, para lo que habría que contar con más tierras, más maquinaria, más fertilizantes, más fitosanitarios… Así, las emisiones de gases contaminantes, de efecto invernadero, aumentarían un 24,4 por ciento. A lo que habría que sumar la necesidad de construir 9.692 nuevas naves avícola, con un coste estimado de 8.240 millones de euros, si se quiere mantener el nivel de producción actual.
Un coste económico, humano y medioambiental tremendo. Más coste para el consumidor y para el planeta. ¿Estamos, de verdad, dispuestos a asumirlo?
Para finalizar, una cuestión personal que siempre me ha llamado la atención. En las cadenas de comida rápida los productos de carne de pollo apenas son un poco más baratos que los de carne de vacuno, cuando su precio es en torno al 60 por ciento inferior. A nadie le importa que nos den carne de pollo a precio de carne de vacuno.