Celedonio Sanz Gil
Los responsables del sector agrario parecen vivir enfrascados en una revolución permanente que no acaba de llegar y que, al agricultor y al ganadero, que tienen que vivir día a día en su explotación luchando con unos precios siempre bajos y unos costes de producción disparados, le parece poco menos que aquellas discusiones de los prebostes eclesiásticos medievales sobre el sexo de los ángeles, mientras la gente del pueblo se moría de hambre.
Hoy el trabajo arduo y profesional de los hombres y mujeres del campo permite que la mayor parte de la población de los países desarrollados disponga de alimentos de calidad y a un precio asequible. Para favorecer este objetivo, la Unión Europea estableció desde su función un marco jurídico y presupuestario que se denominó Política Agraria Común (PAC). La PAC real que se mantiene en estos momentos apenas tiene nada que ver con la que se planteó en sus inicios. Ni mantiene la salvaguarda del mercado común europeo, ni garantiza unos precios justos para los productores que aseguren un nivel de renta equiparable de los agricultores y ganaderos al resto de la sociedad.
Ahora, en la enésima revolución de la PAC que se nos anuncia, todos los mandatarios europeos insisten en que el cambio será tan grande que se transformarán sus principios fundamentales. Seguirá siendo Política, pero ya no será ni Agraria ni Común porque ya no dará prioridad a las producciones, a las agricultores y ganaderos, y cada vez permitirá más financiación estatal, con lo cual aumentará la brecha entre los países ricos, con dinero disponibles para estos fines, y los menos pudientes, que se las seguirán apañando como puedan.
Un gran cambio
El ministro de Agricultura español, Luis Planas, lleva ya unos meses platicando a todo el que le quiere escuchar que nos encontramos ante “el inicio de un gran cambio cuya dimensión es aún difícil de vislumbrar”. Advierte que el gran objetivo de la PAC, y de todas las políticas de la UE, para el año 2030 será “la sostenibilidad”, para ello habrá que adoptar nuevos acuerdos y nuevas normas que tendrán como prioridad la lucha contra el cambio climático que conducirá a “un gran cambio verde”. Para ello, el campo deberá adaptarse a lo que denominan “ecoesquemas” en los que, asegura, los agricultores y ganaderos tienen que ser “actores y protagonistas”.
Una filosofía verde que no es cuestión de futuro, porque ya está aquí. En los principales países europeos los partidos de ideología verde copan una buena parte de los órganos de poder, su importancia crece elección tras elección, y sus postulados ecologistas dictan las nuevas propuestas normativas, sin que nadie se atreva a cuestionar si es mayor el perjuicio que el beneficio de sus propuestas. Medidas que van desde la prohibición de los glifosatos en los productos fitosanitarios a las reformas de bienestar animal en las explotaciones ganaderas y al auge de todos los calificativos verdes o ecologistas en los productos o sistemas de producción, sin que se sepa muy bien qué quieren decir, o más bien que esconden esas etiquetas.
Lo único cierto es que todas esas medidas a los agricultores y ganaderos les cuestan muchos millones, cada una de ellas aumenta sus costes de producción de forma muy considerable y ven como algunos cobran barbaridades por esos productos mientras sus producciones se siguen pagando a precios de hace casi cincuenta años. Por eso, contra todos los principios de la teoría económica, las producciones estructurales bajan, no por motivos climáticos o coyunturales, y la caída y el envejecimiento de la población agraria siguen imparables. El problema más importante del sector al que no se le presta la atención debida.
¿Quién se quedará?
Así, es posible que en 2030 el debate no sea sobre el qué o el cómo de la PAC sino sobre quién la aplicará, quién estará en el cuidado, la gestión y la dirección de las explotaciones agrarias. Tal vez habrá que reinventar también al agricultor y al ganadero y reconvertirle en ecologista de nuevo cuño o declararle especie protegida, en peligro de extinción.
Ahora de la PAC solo se discute por los recortes en su presupuesto, que siempre se presentan como inevitables y los unos y los otros pretenden enmascarar y decir que no existen echando cuentas raras que se camuflan perfectamente en los enormes recovecos de un sistema tan enrevesado como ineficaz. Por eso, puestos y a repensar la PAC por qué no se hace hincapié en eliminar todo el exceso de burocracia que la acompaña y que, al final, suponen coste añadidos para el sector.
En estos momentos puede que haya más funcionarios gestionando la PAC en Bruselas y en todos los países comunitarios que agricultores y ganaderos profesionales en activo. Las Administraciones autonómicas se gastan cada año unos cuantos millones de euros en programas informáticos novedosos, que requieren esfuerzos y gastos ímprobos de instalación y aprendizaje, para solicitar y gestionar unas ayudas que llevan más de veinte años implantadas y de las que Hacienda conoce hasta la última entretela y ya con eso les debería valer.
Pero no, eso es terreno vedado. Al agricultor y al ganadero los recortes que se precisen y los requisitos que quieran, al funcionario ni tocarlo. Ya decían los clásicos que lo único seguro en esta vida son los impuestos (los burócratas que los acompañan) y la muerte. La PAC también morirá porque en algún momento han de acabar estas décadas de agonía a la que la están sometiendo y entonces ocupará su lugar un nuevo fenómeno verde y radiante al servicio de los nuevos principios del ecologismo gobernante, y tal vez habrá un campo sin campesinos.