El futuro del campo está marcado por los continuos condicionantes que la sociedad va poniendo en su camino y que las autoridades comunitarias pretenden incorporar en la reforma de la Política Agraria Común (PAC), para dar respuesta a la corriente ecologista, animalista, que campea por Europa y se refleja en el auge de los partidos verdes, cuyos postulados aceptan el resto de las formaciones, para que no les ocupen su espacio electoral.

Son condiciones que ya van más allá de pautas de comportamiento laboral, afectan a la condición misma del productor, a su vida, y parecen crecer sin control, porque cada semana nos vamos enterando de alguna nueva. Todas inciden en la misma dirección: el sector agrario está bajo sospecha, a los agricultores y ganaderos se les trata como presuntos delincuentes, reos de delitos contra el medio ambiente, contra la naturaleza y la fauna, y también acusados sin remisión de explotar a los trabajadores que puedan contratar.

Esto que denominan “condicionalidad social” es la última advertencia que ha aparecido. Implica que sólo será posible cobrar las ayudas de la PAC si se cumple con la normativa laboral. Un paso más en este cerco continuo al sector agrario. Los responsables agrarios dan por sentado que no habrá más remedio que acatarlo porque es una condición que ya se impone a otros sectores industriales para recibir ayudas comunitarias. En sí, no debe suponer problema alguno porque en el campo ya llevan bastante tiempo recibiendo las visitas de los inspectores de Trabajo para regularizar la situación de sus trabajadores, y con la llegada de la pandemia actual se han reforzado las medidas para mejorar los alojamientos de los temporeros. Inspecciones que en algunos lugares y sectores parecen ser un verdadero hostigamiento.

Pero es muy curioso que al mismo tiempo que se habla de esta “condicionalidad social” salga en los medios de comunicación la noticia de la detención de un matrimonio que explotaba como esclavos a sus trabajadores. Un caso que, por supuesto, hay que condenar y sobre sus responsables debe recaer todo el peso de la Ley. Algo aislado, aunque incide en esa impresión que se pretende hacer llegar desde ciertos sectores de que el campo, lo que ahora son ya explotaciones tradicionales, intensivas, es una selva sin control.

Nada más lejos de la realidad, hoy el sector agrario en la UE es el más controlado y funciona con las normas más estrictas de todo el mundo, el más avanzado en protección ambiental y animal, con un ejército de funcionarios, que supera en número a los profesionales del sector, dedicados a parir nuevas medidas que imponen en cada reforma los responsables políticos y que los agricultores y ganaderos deben cumplir sin rechistar. Medidas que siempre suponen más costes de producción, más inversión, y recortan su ya mermada rentabilidad.

Un plan que se refleja en el “Green Deal”, el denominado Pacto Verde de la UE, que nace con tres objetivos cruciales para el sector agrario. Hasta el año 2030 habrá que reducir en un 50 por ciento el uso de fitosanitarios, el de fertilizantes deberá disminuir en un 20 por ciento y al menos el 25 por ciento de la superficie de cultivo deberá destinarse a los denominados cultivos ecológicos. A las que se suman otras normas nacionales, como la protección al lobo, o la inoperancia ante otras plagas cinegéticas que se sufren todavía, como la provocada por los conejos o los topillos en diversas zonas del país.

No explican cómo se mantendrán los objetivos fundacionales de la PAC, esos de abastecer de alimentos de calidad y a precios asequibles a la población y garantizar un nivel de vida digno a los agricultores y ganaderos y al medio rural.

Quizás el horizonte va más allá. Porque estos planteamientos culminan en esa nueva “filosofía verde”, vegana, “vegui”, que tanto se publicita, que insiste en todos los beneficios que supone recortar el consumo de carne y, yendo un paso más allá, en lograr la producción de carne artificial, para la que ya se está buscando un hueco en el mercado. En esta estrategia, a la que ya se han sumado grandes gurús internacionales, como Bill Gates, o algunas compañías multinacionales de comida rápida, agricultores y ganaderos son poco menos que un estorbo a los que se demoniza por el derroche y la contaminación de las aguas y del aire y el maltrato animal.

“Disfrutar de un vaso de leche, un par de huevos fritos o un buen chuletón, es ya para estos yihadistas del ecologismo un acto subversivo”

En este contexto, las quejas continuas de los productores agrarios, que sufren en casi todos los sectores unos precios irrisorios y una caída de la rentabilidad de sus explotaciones por el incremento de los costes de producción, son tratadas como los ladridos del perro o los cantos del gallo al amanecer, molestan, pero se obvian y no impiden que los urbanitas se vuelvan a dormir.

Disfrutar de todos los placeres ligados a un vaso de leche, un par de huevos fritos, un buen cocido, una buena menestra, un buen chorizo de Cantimpalos, un buen asado de cordero, un buen chuletón, es ya para estos yihadistas del ecologismo un acto subversivo.

Siempre habíamos pensado que el trabajo de los profesionales del campo se defendía solo, por sí mismo, porque sin agricultores y ganaderos no hay comida. Ahora parece que es necesario buscar argumentos para que los rebajen de esa categoría de acusados, de presuntos culpables de contaminación y maltrato animal, a simples investigados, como si vivieran un continuo juico por corrupción, siempre en el punto de mira. A su trabajo real, de la siembra a la cosecha de la cría al sacrificio, se le unen cientos de cortapisas burocráticos, que cada uno supone una condena para tantos productores obligados a dejar su actividad. Al mismo tiempo, las tierras y los pueblos se siguen vaciando y las fábricas, los transportes y las ciudades continúan contaminando tan tranquilas.