Celedonio Sanz Gil, periodista y analista agrario

La elección de Donald Trump como nuevo presidente de Estados Unidos vuelve a poner en la primera línea de la actuación política las políticas medioambientales y proteccionistas. Uno de sus principales eslóganes de campaña: “America first”, América primero, (aunque en realidad es “USA first”, Estados Unidos primero, que América es bastante más), es un mensaje proteccionista que augura “guerras” comerciales, principalmente con China, y también puede alcanzar a algunos productos de la UE y de España. Más allá de los ya famosos aranceles a las aceitunas de mesa, hay productos como el vino, el aceite de oliva o las conservas vegetales que tienen un importante mercado en Estados Unidos. Si el presidente Trump lleva a efecto sus promesas, los derechos de importación subirían entre un 10 y un 20 por ciento, lo que minaría su competitividad.

Está claro que ese mensaje proteccionista ha calado en los ciudadanos estadounidenses, que han elegido masivamente su candidatura, y ha traspasado fronteras. La ministra francesa de Agricultura, Annie Genevard, aseguró que esta iniciativa sería una “agresión comercial” y ha hecho un llamamiento a la UE para que conteste adecuadamente y actúe con firmeza para salvaguardar las producciones comunitarias. No dudó en lanzar un aguerrido grito de “L`Europe d`abord, La France d`abord”, “Europa primero, Francia primero”.

Esto se inscribe en la campaña que están haciendo las autoridades francesas para impedir la firma del acuerdo de libre comercio en la UE y Mercosur, que incluye a todos los países de América del Sur. Un pacto que permitiría, entre otras cosas, la entrada prácticamente libre en territorio comunitario de unas 100.000 toneladas anuales de carne de vacuno, otras 180.000 de carne de pollo y cerca de 200.000 toneladas de azúcar. Productos todos que entrarían en colisión directamente con las producciones francesas, y del resto de países de la UE, que, por supuesto, no pueden competir en precios con estos países terceros debido principalmente a las estrictas y costosas normativas sociales y medioambientales que impone la normativa comunitaria a los productores europeos.

Más allá de ese histrionismo nacionalista que sale a la luz en estas ocasiones, hay dos cuestiones clave que marcan el devenir de la política agraria mundial, y con la llegada de Trump al poder se añade un nuevo panorama de incertidumbre para 2025.

Por un lado, la utilización torticera en las “guerras comerciales” del sector agrario. Sin comerlo ni beberlo, son los que pagan los líos con los coches eléctricos, con los aviones o los componentes informáticos entre China y Estados Unidos, entre China y la UE o entre Estados Unidos y la UE o la zona de Asia Pacífico o del Mercosur. ¿Por qué al final siempre se acaba poniendo barreras a los productos agroalimentarios?

En las guerras comerciales, como en todas las guerras, para que acaben debe haber un pacto con un ganador y un perdedor. Los bandos se empeñan en minimizar sus pérdidas económicas y en maximizar las del contrario. Esas pérdidas o ganancias deben ser palpables y han de dejar siempre un margen para la negociación y respuesta en el futuro. En este juego de negociaciones, pérdidas y ganancias los productos agrarios son el elemento más concreto, están certificados precios y toneladas en el mercado mundial, y son los que admiten una corrección más rápida; en algunos casos, basta simplemente con cambiar el rumbo de unos barcos que surcan los océanos. El problema es que en estos conflictos siempre parece que la UE juega en inferioridad, con menos armas, con menos potencia de fuego, y hasta es difícil lograr una postura unánime de todos sus países miembros.

Por otro lado, en ese tablero mundial los agricultores y ganaderos de la UE juegan en inferioridad de condiciones sometidos a una legislación medioambiental más rigurosa. En otros países se pueden sembrar semillas modificadas genéticamente, se pueden utilizar fitosanitarios que aquí no tienen cabida o se permite que los animales estén en las explotaciones en determinadas condiciones que en la UE no se admiten. Todo ello redunda en un incremento de los costes de producción, a los que fuera de nuestras fronteras no deben hacer frente. Con el presidente Trump, negacionista convencido del cambio climático, esas diferencias irán en aumento, porque no parece dispuesto a imponer a su sector agrario restricciones en favor del medio ambiente del planeta.

La UE está jugando su papel como adalid de la reducción de emisiones de carbono contaminante, algo que no se reconoce como se debería en el concierto internacional. Al revés, cada nicho productivo que se abre en la UE es devorado por otro país sin ningún remilgo. Se prevé que en 2024 el CO2 lanzado a la atmósfera en Europa se reduzca cerca del 3,5 por ciento, mientras que en países como China o India seguirá un fuerte aumento y en Estados Unidos se mantendrán, sin apenas variación, esas emisiones.

Los agricultores y ganaderos de la UE han asumido ese papel sin posibilidad de rechistar. La Política Agraria Común (PAC) sufre año tras año deterioro presupuestario a la vez que se incrementan sus exigencias para la preservación del medio ambiente. Las grandes protestas del año pasado apenas han tenido repercusiones concretas: ni ha bajado la carga burocrática, ni han aumentado los recursos del sector.

Si los pronósticos se cumplen, sobre el campo de la UE en 2025 pende la amenaza de perder competitividad. Ser menos competitivo se traduce en pérdida de mercados, pérdida de riqueza y de empleo. Europa será más vulnerable y se acabará con la soberanía alimentaria. Hay que tener mucho cuidado con los ataques externos y fomentar una potente decisión política con visión de futuro para que los dirigentes sepan defender lo que esperan y quieren los ciudadanos. Ahora parece que hay una evidente distancia.

Fuente: Campo Regional / ASAJA CyL