Celedonio Sanz Gil
A los productores agrarios les han cortado las alas. No pueden crecer, aunque los precios que les pagan por su producción sean los mismos de hace cuarenta años, no deben mejorar su trabajo para aumentar su producción, para aminorar costes y buscar una adecuada rentabilidad en sus explotaciones, algo lógico en cualquier actividad económica. No, la lógica ha abandonado la actividad agrícola y ganadera, y todos los demás componentes del sector se han puesto de acuerdo en que esto tiene que ser así, contando con el apoyo de una parte muy importante de la sociedad y de las Administraciones Públicas.
La última en verbalizar esta situación ha sido la directora general de Producciones y Mercados, Esperanza Orellana, que en su intervención (telemática) ante la asamblea Asociación Nacional de Productores de Ganado Porcino (ANPROGAPOR) les dijo claramente que los beneficios obtenidos en los últimos años no debían emplearse en aumentar la capacidad productiva del sector, sino en mejoras del medio ambiente, de la bioseguridad y del bienestar animal de las explotaciones existentes.
Es decir, un incremento de los costes que, con precios iguales, sin el consiguiente aumento de la producción, conlleva simplemente un descenso de la rentabilidad y de la competitividad en este mercado global. De tal forma que, cuando la producción ganadera en China vuelva a la normalidad, habrá que ver quién, cómo y cuánto resiste.
Enemigos ecologistas
Pero es el signo de los tiempos. Ahora, en la sociedad que nos toca vivir, la conservación del medio ambiente y la mejora del bienestar animal, vistos siempre desde un prisma urbanita, se han convertido en parámetros ineludibles en cualquier actividad. A ello, se ha unido la bioseguridad como adminículo de esta pandemia que nos azota. Además, por alguna razón que todavía no hemos conseguido descifrar, en los sectores sociales más reivindicativos y beligerantes del ecologismo se considera a los agricultores y ganaderos enemigos recalcitrantes.
Poco importa que el sector agrario sea el último garante de la vida en el medio rural o que los cultivos y pastos que mantienen sean los principales factores contra el CO2 y sus efectos en el calentamiento global. En toda la Unión Europea se ha impuesto como un axioma irrefutable que la actividad agraria ya tradicional, ya intensiva, es, ante todo, contaminante y que, por ello, no solo hay que frenar su desarrollo sino también reducir su nivel productivo actual.
En esa línea van los mismos acuerdos alcanzados para la reforma de la PAC, en la que se ha pasado del concepto “green”, que marcaba una línea para el cobro de una parte de las ayudas, a los nuevos “ecoesquemas”, que todavía no se sabe muy bien qué son. Tendrán que concretarse en cada país miembro, aunque ya está escrito que en torno al 20 por ciento de las ayudas dependerán de su aplicación.
Economía circular
Al final, con estos planteamientos lo que se pretende es que el campo no quede al margen de los nuevos postulados ecológicos y de los que se denomina “economía circular”, basada en la optimización de recursos propios, el bienestar animal, el reciclaje y la generación mínima de residuos (residuos cero). Algo que debe hacer que en el campo se rebaje el consumo: el consumo energético, el consumo de agua, el consumo de fitosanitarios, el consumo de medicamentos, el consumo de abonos químicos, el consumo de plásticos, el uso de envases reciclables… Esto es: que se eleven los costes de producción. Todo para lograr una presunta reducción de la contaminación de las aguas, del aire y de la flora y la fauna salvaje. No importa que el estado de alarma y los sucesivos confinamientos a los que ha obligado la pandemia provocada por el COVID hayan demostrado que es la actividad urbana e industrial la que de verdad contamina y que el balance ecológico de la actividad agraria sea muy, pero que muy, positivo.
Además, por supuesto, esto hay que hacerlo sin que aumenten los precios que se pagan al productor porque nadie habla de limitar el abuso competitivo que supone la llegada de alimentos de otros países a los que no les importan ni los ecoesquemas, ni los balances ecológicos.
Ahora mismo a España, en plena campaña de consumo, están llegando naranjas y mandarinas cultivadas en países africanos tratadas con fitosanitarios prohibidos en la UE desde hace años, el maíz y la soja modificados genéticamente que se cultivan en Estados Unidos y Brasil llega a nuestros puertos con la mayor naturalidad del mundo, incluso ahora Argentina ha aprobado el cultivo de nuevas variedades de trigo modificado genéticamente, más resistentes a la sequía y a ciertas enfermedades, que también entrarán en los cauces del comercio mundial.
Seamos optimistas, el campo lo superará porque todo lo puede. Pero hay que decirlo y es lo que nos toca vivir en esta España enferma y vaciada, en este sector agrario envejecido, que busca su supervivencia y la rentabilidad de sus explotaciones, recibiendo precios de hace cuarenta años, con una población envejecida, sin relevo generacional y ahora con las alas cortadas.