Marcar un nuevo rumbo, adecuado a las nuevas necesidades del campo, de la sociedad europea y de la economía mundial es esencial. Una reforma profunda y valiente, sin más parches, hecha a pie de campo, que defienda al agricultor, al ganadero, su competitividad y su labor social, y al consumidor, destinatario final de todos los desvelos.
Celedonio Sanz Gil. Periodista agroalimentario
La estructura actual de las explotaciones agrarias en la Unión Europea, y en España también, con ligeras variaciones, está definida por cuatro características esenciales:
- Familiares. Cerca del 95 por ciento de las explotaciones agrarias comunitarias son de propiedad personal.
- Masculinas. Las explotaciones donde el titular es una mujer o con la titularidad compartida no superan el 3 por ciento del total.
- Pequeñas. La superficie media de las explotaciones europeas queda por debajo de las 25 hectáreas. La distancia con otras zonas competitivas es enorme, por ejemplo, en Estados Unidos se superan las 170 hectáreas, en Argentina las 500 hectáreas y en Australia están muy por encima de las 1.500 hectáreas.
- Envejecidas. La edad media de los titulares de las explotaciones supera los 58 años, y lo que es peor, cerca del 80 por ciento no tiene un sucesor directo en el núcleo familiar.
Sin embargo, una imagen estática de las explotaciones basada en estos datos no ofrece una visión real de las explotaciones agrarias europeas.
Sí es cierto que la media sigue siendo de pequeño tamaño pero el peso de las grandes explotaciones está creciendo a pasos agigantados y la propiedad de la tierra, un problema recurrente, nunca resuelto, se va a convertir en un importante condicionante a corto plazo, que la próxima reforma de la PAC, en principio prevista para el año 2020 tendrá que afrontar.
Los datos del Servicio Estadístico de la UE, Eurostat, indican que la superficie total cultivada se encuentra estabilizada en torno a los 172 millones de hectáreas y existen algo menos de 11 millones de explotaciones agrarias.
De la superficie total más del 52 por ciento, unos 91 millones de hectáreas, están en manos de apenas del 3% de las explotaciones, de unos 335.000 grandes propietarios, que cuentan con más de 100 hectáreas.
Las explotaciones de tamaño medio, de entre 10 y 100 hectáreas, que suponen el 20 por ciento del total de agricultores, unos 2.250.000, controlan un 37 por ciento de la superficie, 63,6 millones de hectáreas.
Frente a ello, existen cerca de 8 millones de pequeñas explotaciones, todas ellas de menos de 10 hectáreas de extensión, que detentan apenas el 11 por ciento de la superficie, 19 millones de hectáreas.
La desproporción es evidente y el proceso de concentración de la tierra ha sido tremendo, muy rápido. En los últimos diez años han desaparecido en la UE casi cinco millones de pequeñas explotaciones y se espera que en los próximos tres años, hasta esa frontera del 2020, puedan desaparecer dos millones más.
En España el proceso de concentración es aún más acentuado que la media comunitaria. La superficie agraria útil está estabilizada en torno a los 23,3 millones de hectáreas, con una ligera tendencia a la baja, y el número total de explotaciones sigue cayendo, apenas supera las 950.000. Aquí las grandes explotaciones, que superan las 100 hectáreas, poco más de 50.000, apenas el 5 por ciento del total, controlan más del 55 por ciento de la superficie, cerca de 13 millones de hectáreas.
Fuera de los fríos números esta situación se puede ver, hecha realidad, en cada pueblo. Donde hace apenas veinte años había varias decenas de agricultores ahora quedan tan sólo cuatro o cinco, y en los que había cuatro o cinco ahora hay uno o ninguno y tienen que venir de otros pueblos a labrar las tierras.
Es evidente que el sistema de ayudas directas de la PAC ha favorecido el proceso de expansión y concentración de las grandes explotaciones en detrimento de las pequeñas, aunque la propiedad de la tierra no recaiga en el propio agricultor que las trabaja. Hoy es casi tan importante retener el derecho de cobro de las ayudas de la PAC como tener el título de propiedad. Muchos propietarios pueden llegar a optar por dejar abandonadas sus tierras para que nadie cobre esas subvenciones. Esto está provocando una importante cantidad de conflictos que, en muchos casos, deben esperar a una resolución judicial. Ya se sabe que en España las esperas judiciales son muy largas y la resolución irá en una u otra dirección según el viento que sople al juez, hasta llegar a las instancias europeas.
Desde otra vertiente, los principales perjudicados por esta situación, una vez más, son los jóvenes agricultores. A medida que la tierra se concentra rápidamente en pocas explotaciones es mucho más difícil su incorporación a la actividad agraria sin una base territorial en la que asentarse.
La evolución natural de las explotaciones agrarias lleva un camino cuando menos discutible. Las explotaciones familiares están pasando por enormes dificultades, tanto por la ausencia de sucesores como por la imposibilidad de mantener una rentabilidad mínima. El tamaño está marcando un hecho diferencial para obtener rentabilidad, para aguantar mejor las crisis, y en muchos casos ya se está incorporando el trabajador agrícola permanente, el tractorista, que trabaja sus ocho horas en una tierra que no es suya y cobra un salario que le paga una sociedad, algo a lo que en estos lares no estábamos acostumbrados.
Otra cuestión en la que no se obtienen logros importantes es en la incorporación de la mujer a la actividad agraria. Nada se ha avanzado en este punto en los últimos años. Nada.
Está claro que la UE tiene en estos momentos otros problemas más importantes, con la digestión del brexit pendiente, la amenaza de los populismos y del nuevo presidente de los Estados Unidos al que le gustaría ver como más países abandonan la Unión.
Pero hay un dato incontestable. Ahora mismo casi la tercera parte del presupuesto comunitario se destina al pago de ayudas directas a la agricultura, una cantidad muy importante, fundamental, que debería tener la mayor atención, y esos pagos no están llevando al campo en la buena dirección, porque sin jóvenes y sin mujeres no hay futuro alguno.
Marcar un nuevo rumbo, adecuado a las nuevas necesidades del campo, de la sociedad europea y de la economía mundial es esencial. Una reforma profunda y valiente, sin más parches, hecha a pie de campo, que defienda al agricultor, al ganadero, su competitividad y su labor social, y al consumidor, destinatario final de todos los desvelos. Una reforma que difícilmente querrán impulsar los burócratas bien asentados en sus despachos de Bruselas, que anteponen la defensa de sus magros salarios y su consideración social.