La presión de todos estos que atacan a la leche está alcanzado niveles que si no fuera por el daño que hacen serían de risa continuada. Lo que debe quedar claro es que la leche es buena, buenísima.
Celedonio Sanz Gil. Periodista Agroalimentario
Las informaciones sobre temas alimentarios son siempre muy delicadas. Nos afectan a todos, porque todos debemos comer para seguir viviendo, por supuesto unos más y otros menos, y en esta sociedad tan intercomunicada, con tanto exceso de información sin contrastar, una simple sospecha, un rumor malintencionado, influye sobre la toma de decisiones de millones de personas y afecta a la existencia misma de otros muchos millones, porque interesa directamente a su salud o a su modo de vida. En este sentido, estoy empezando a estar harto de todas esas manifestaciones que ponen en cuestión las virtudes de la leche de vaca como un alimento esencial para la humanidad, sano, que aporta numerosos nutrientes al organismo con un mínimo coste digestivo.
En los foros de ámbito nutricional que aparecen por las redes sociales, en los que se cuelan interpretaciones pseudocientíficas, abundan las dietas para todo y en muchas de ellas se lanzan verdaderas abominaciones contra la leche. Todas las diatribas empiezan con una afirmación que consideran esencial, que es cierta e incuestionable: el hombre es el único animal que bebe leche acabada la crianza materna. ¿Y qué? El hombre es también el único ser racional, el único que ocupa la primera plaza en la pirámide alimenticia, y buena parte de ello se debe a haber aprovechado todo lo que ha podido para su alimentación, por supuesto también la leche.
En sus argumentos contra la leche ahora inciden en el aumento de las intolerancias y alergias ligadas a la ingesta de lactosa. Por supuesto que las habrá, como las habrá habido siempre, y habrán aumentado, como aumentan en esta sociedad todos los tipos de alergias, por cuestiones ambientales o la mejora de los mecanismos de detección. A todos no nos gustan las mismas cosas ni nos sientan bien las mismas cosas, incluso hay momentos en que a la misma persona le pueden sentar mejor o peor.
Pero de ahí a demonizar el consumo de leche va un gran techo. Mucho menos se puede admitir que ese pretendido aumento de alergias a la lactosa se utilice para promocionar el consumo de otros jugos de origen vegetal que está demostrado, y en este caso sí está demostrado científicamente, que en ningún caso son capaces de aportar la cantidad de nutrientes que la leche nos facilita. Los beneficios de su consumo son mucho mayores que sus pretendidos perjuicios
Claro que este numeroso ejército de combatientes, casi fundamentalistas, contra la leche no se iba a parar en la leche misma. Es lógico que atenten también contra su origen, contra la ganadería que la produce, que criminalicen a los propios ganaderos, a los que ellos consideran el origen del mal. Por eso, lanzan falsas acusaciones de maltrato animal en las granjas o la falta de control en los procesos de conservación, transporte, adecuación para el consumo humano y en su empaquetado y comercialización.
Lo peor es que esta sociedad tan urbanita y desgajada del verdadero entorno rural, que solo conserva la imagen bucólica e imposible del viejo paraíso natural, se cree esas informaciones que transmiten ideas falsas para atraer a incautos y confundir al consumidor. Los que ahora hablan de esto son los mismos que se quejaban de que las vacas estuvieran en los corrales y de los malos olores y la mierda que generaban en las calles, son los mismos que veían las lecheras en los caminos esperando al camión cada mañana y ponían el grito en el cielo.
No parecen saber que hoy, por desgracia, no quedan ganaderos individuales; que la leche se produce en granjas que deben superar unos controles exhaustivos; que la alimentación se cuida al máximo para lograr unos niveles aceptables de rendimiento lácteo; que el manejo y mantenimiento del ganado se rige por unas normativas de bienestar animal dictadas por la Unión Europea que no tienen parangón en el mundo; que todo ello es controlado y regulado por unas unidades veterinarias que cuidan con total eficacia y minuciosidad la sanidad de los animales y del producto hasta su ingreso en la cadena alimentaria; que cada año se llevan a cabo campañas de control y vacunación de los animales y cada día se toman muestra de leche en cada uno de sus estadios; que son analizadas en laboratorios que cuentan con un personal altamente preparado y especializado que cuida hasta el mínimo detalle antes de autorizar su incorporación al consumo humano.
A estos “yihaidistas de la leche” hay que contarles que la leche de una vaca enferma o en tratamiento se destruye, no se incorpora a la cadena de consumo; que si alguna muestra da resultados anormales la partida se destruye y los laboratorios identifican el origen del problema porque cada ganadería está perfectamente localizada; si se descubre algún fraude, el ganadero es el que corre con los gastos de destrucción de la mercancía como primera sanción y después se ve expuesto a multas millonarias e incluso penas de cárcel.
Todo esto para recibir apenas 30 céntimos de euro por cada litro de leche, por aguantar una crisis que amenaza con eternizarse, con la amenaza de la importación siempre latente.
Pero ese es otro tema. Aquí quiero dejar bien claro que me parece lamentable que una periodista que se dice seria se haya visto en la tesitura de experimentar en sí misma lo que sucede por dejar el consumo de leche y productos lácteos durante un determinado periodo, que esas conclusiones personales se puedan publicar en un artículo en un medio de comunicación nacional. Todo ello para concluir que no advirtió beneficio alguno en su salud y sí bastantes perjuicios. Es preciso hacerlo porque la presión de todos estos que atacan a la leche está alcanzado niveles que si no fuera por el daño que hacen serían de risa continuada.
Lo que debe quedar claro es que la leche es buena, buenísima, y que las campañas oficiales que animan al consumo se hacen precisamente atendiendo sobre todo a mantener el buen nivel sanitario de la población, en especial de los niños. Luego cada uno puede tomar lo que le apetezca o lo que le siente bien.
Como parece que ahora se presta más atención a los testimonios personales yo también quiero dejar bien claro el mío: me gusta mucho la leche, tomo bastante, la tomo desde siempre y la tomaré siempre. Es más, entre los sabores de mi infancia que más echo de menos están el de la nata densa que se hacía al cocer la leche, se extendía sobre una rebanada de pan y se cubría con azúcar, y el de la sopa de calostros que daba la vaca en los días siguientes al parto.
El problema no son los ganaderos, ni las vacas ni la leche; el problema es la “mala leche” que exudan algunos cerebros humanos.