En Europa, nunca como ahora estuvieron los animales tan bien atendidos en todas sus necesidades vitales. Nunca como ahora se les ha procurado una alimentación tan sana y equilibrada y controlado las producciones con máximas garantías sanitarias. El objetivo debería ser trasladar estos logros el resto del mundo.
José Antonio Turrado. Secretario General de ASAJA de Castilla y León
La Unión Europea, y de ella para abajo tanto el Estado como las comunidades autónomas, están legislando para restringir el uso de antibióticos en la producción animal. Esta tendencia dimana de criterios establecidos por organismos internacionales que velan por la salud humana y animal, aunque no es menos cierto que la presión la ejercen sobre los países desarrollados, excluido claro está Estados Unidos, que se mueve en otra órbita. Este interés en restringir el uso de medicamentos en la producción animal, en particular los antibióticos, deriva del hecho de que los antibióticos usados en medicina humana y animal son los mismos, y que el consumo de alimentos con trazos de estos productos puede ocasionar problemas de resistencias y alergias en la especie humana. Cierto que para evitar este problema se han establecido los plazos de espera, es decir, el tiempo que ha de pasar desde que un animal es tratado con un antibiótico hasta que se lleva a matadero o se comercializa su leche, y que es el suficiente como para que el producto se haya metabolizado y no haya restos del mismo. Pero los más puristas piensan que, por más inspecciones que se hagan, no está garantizado que en todos los casos se respeten los plazos de espera, ni está garantizada la inocuidad absoluta de los residuos del producto una vez metabolizado por el animal. Así las cosas, las autoridades sanitarias no cesan en crear presión para restringir la lista de antibióticos, tratando de reducir al máximo o eliminar productos como la “colistina”, y sobre todo eliminar el uso de estos productos como profiláctico –tratamientos anteriores a la aparición de los síntomas de la enfermedad para prevenirla–, y eliminar el uso en medicaciones masivas a todo el rebaño –los que se hacen en el pienso o en el agua de bebida–.
Este interesante debate no es ajeno a nuestros intereses como ganaderos. En primer lugar, cuando se suprime el producto hay que sustituirlo por otro, que no siempre es igual de efectivo y habitualmente resulta más caro. En segundo lugar, restringir el uso de medicamentos puede suponer retrasos en el ciclo de los animales, peor índice de conversión de los alimentos, más atenciones y trabajo en la crianza, más bajas, o todo ello a la vez. Y claro, si las normas de producción animal y bienestar animal fueran iguales para todos los países del mundo, cabría pensar que estos inconvenientes se compensarían con un incremento de los precios; pero no es así, porque fuera de la Unión Europea todo esto es un cuento, lo que nos obliga a competir en los mercados mundiales donde otros tienen claras ventajas competitivas. Suprimir antibióticos no es mejorar el bienestar animal, más bien al contrario, porque, cuando un animal está enfermo, lo correcto es tratarlo, como hacemos con las personas, y no alargar el periodo de recuperación con un sufrimiento inútil a la espera de que las defensas naturales puedan con el ataque de los agentes nocivos.
En la Europa desarrollada que nos movemos, nunca como ahora estuvieron los animales tan bien atendidos en todas sus necesidades vitales. Nunca como ahora se les ha procurado una alimentación tan sana y equilibrada, y nunca como ahora se han controlado las producciones para que llegue al consumidor un producto que reúna las mejores cualidades culinarias y con máximas garantías sanitarias. El objetivo debería ser trasladar estos logros el resto del mundo.