Antes de que llegue esa masiva robotización del trabajo agrícola, el abandono de la labor va a traer una nueva organización de las estructuras de propiedad de la tierra. La explotación familiar agraria, el sostén del campo desde el principio de los tiempos, puede estar dando sus últimos pasos tal y como la conocemos.Deben estar muy atentas las diferentes Administraciones, y los negociadores de la nueva Política Agraria Común, que se reinventa cada cinco años, para no abrir puertas y no otorgar las subvenciones a un campo sin alma.
Celedonio Sanz Gil
El otoño, como cada año, nos traslada de golpe a la verdadera realidad del campo. Pueblos vacíos, como si el viento y el frío hubieran barrido a la gente que los recorría en verano, y en las tierras la tenebrosa oscuridad sólo se rompe con el lento movimiento de cuatro tractores con muchas luces y el estático reflejo de las naves ganaderas que, de kilómetro en kilómetro, aportan algo de vida a todos los sentidos, desde la vista al oído y al olfato. Una sensación de abandono que lo impregna todo y que a la mayoría de las personas les provoca miedo y añoranza de compañía, de paisajes más habitados.
Un abandono vital del que venimos avisando desde hace mucho tiempo y que las cifras van consolidando año tras año, sin que nadie se atreva a pararlo. Ahora hay una cifra que se repite mucho en todos análisis de las magnitudes poblacionales agrarias: tan solo el veinte por ciento de los titulares de explotaciones tiene menos de cuarenta años. Solo esa cuarta parte de los profesionales del campo ofrece cierta garantía de estabilidad. El resto, el ochenta por ciento, las tres cuartas partes, o están jubilados o sólo piensan en la jubilación, en seguir la marcha, aguantar el carril, hasta que se pueda, porque tampoco tienen sucesores que aseguren la continuidad de la explotación.
Esta situación augura una gran transformación del modelo productivo y vital del campo en los próximos años. Porque, aunque el medio agrario como nosotros lo conocemos sufra este brutal abandono, la sociedad requerirá siempre la producción de alimentos, y habrá que seguir labrando la tierra y cuidando el ganado.
La pregunta es cómo se hará, cómo se realizará el proceso productivo en apenas treinta años, cuando se jubilen los agricultores y ganaderos que ahora rondan los cuarenta años.
Hay dos factores que ya están marcando unas líneas de futuro y que serán claves en la revolución agraria que se avecina, por un lado la automatización de las labores agrícolas y ganaderas y de todos los procesos productivos y, por otro, el régimen de organización y de propiedad de la tierra.
Del pastor al dron
Ya en estos momentos las empresas tecnológicas identifican el sector agrario como uno de los principales campos de desarrollo y actuación de los drones. Esos aparatos que, activados a distancia, permiten la realización de múltiples tareas. Con ellos se puede fumigar o regar desde el aire, sin dañar los cultivos y con menores costes. La siguiente evolución serán las máquinas inteligentes, los tractores o cosechadoras que realicen prácticamente solas, sin necesidad de subirse a ellas, el laboreo o la recolección y los robots humanoides que lleven a cabo las tareas más penosas, como la limpieza en las naves ganaderas, o las más especializadas, como la cosecha de frutas y verduras.
Por eso, a los diferentes sectores implicados en la administración del sector no les asusta ni les importa demasiado el abandono que se cierne sobre el campo. Los expertos lo analizan como un paso más en la evolución del esfuerzo energético aplicado al proceso productivo, que comenzó a principios del siglo XX y que en España dio el golpe definitivo en la década de los sesenta del pasado siglo, con la huida masiva de los pueblos a las ciudades. Fue el paso del mulo/buey al tractor, del segador a la cosechadora y ahora se pasará del pastor al dron y del tractor al robot. Un cambio que, como ya no hay gente, no acarreará problemas migratorios.
Antes de que llegue esa masiva robotización del trabajo agrícola, el abandono de la labor va a traer una nueva organización de las estructuras de propiedad de la tierra. La explotación familiar agraria, el sostén del campo desde el principio de los tiempos, puede estar dando sus últimos pasos tal y como la conocemos.
La propiedad se aleja cada vez más de los agricultores profesionales. La ausencia de un sucesor para los que acceden a la jubilación impide el traslado automático y la continuación del árbol genealógico agrario, que en muchos casos venía de siglos y siglos de agricultores y ganaderos y que ahora se rompe de forma abrupta. Pero los hijos, que se dedican a otras cosas, otras profesiones, que no viven en el pueblo, aunque mantengan una casa, no quieren perder la propiedad de las tierras.
Sociedades agrarias
Esta situación genera ya múltiples problemas. La actual organización de la Política Agraria Común y las subvenciones ligadas a las propias tierras de cultivo provocan recelos y se hace muy difícil que las tierras pasen a los agricultores, tanto en propiedad como en arrendamiento. Los jóvenes agricultores, que quieren incorporarse a la actividad agraria, tienen prácticamente imposible el acceso a la tierra para crear una explotación bien dimensionada o deben asumir un volumen de inversión que, primero, les es casi imposible financiar o que cuestiona desde el principio cualquier plan de rentabilidad a medio plazo de su explotación.
La dispersión de la propiedad, unida a la dejadez o al egoísmo de los propios agricultores y ganaderos es un campo abonado para la implicación de terceros. Terceros que casi siempre están ligados a nuevas sociedades agrarias, que pretenden sustituir al agricultor individual o a las estructuras cooperativas, que llegan sin hacer ruido, con ofertas que parecen solucionar conflictos y que, al final, se erigen en árbitros a la fuerza.
Estas sociedades, que podrán llegar desde cualquier lado, impondrán una relación laboral empresa-trabajador. El agricultor y el ganadero pasarán a ser un obrero “normal”, con sus ocho horas de trabajo diario, en sus diferentes periodos o en distintos turnos, según el volumen de trabajo, con un salario mensual asegurado, sin depender de la lluvia o la sequía, y unas condiciones de despido acogidas a la normativa legal. Podrá vivir en cualquier lugar, sin una relación directa con el pueblo donde se radique la explotación.
Sociedades que al final dependerán de las grandes empresas alimentarias o de distribución, que podrán alterar la rotación de los cultivos en función de sus necesidades o de las circunstancias del mercado. Con prácticas casi coloniales que ya han dejado su sello en zonas de África, Asia o América del Sur.
Ahí es donde deben estar muy atentas las diferentes Administraciones, y los negociadores de la nueva Política Agraria Común, que se reinventa cada cinco años, para no abrir puertas y no otorgar las subvenciones a un campo sin alma.