El mundo es, cada vez más, uno, y sabemos que no se pueden poner puertas, ni al campo, ni al comercio; pero hay algo que sí podemos hacer, y creo que sinceramente debemos hacer, y es dar prioridad al producto de nuestra tierra.
Donaciano Dujo Caminero. Presidente de ASAJA de Castilla y León
En estos días de diciembre, el que más y el que menos se gasta unos euros extra en alimentos. Un poco de embutido, un queso, buen vino, turrones y, sobre todo, un corderito, tan unido a nuestras celebraciones. La típica mesa navideña está compuesta principalmente por productos de nuestra tierra, productos sencillos –el cordero solo precisa de un poco de sal para ser un manjar– cuyo único secreto es la calidad máxima de la materia prima.
Eso lo tenemos claro todos, pero es entrar en el supermercado o en una gran superficie y se nos atonta la cabeza. Las presentaciones, los envoltorios, las (aparentes) ofertas, acaban por confundirnos y, al final, nos llevamos un carro con cincuenta cosas que no queríamos, que ni siquiera sabemos qué ingredientes tienen, y que ni tan siquiera tenemos claro sin nos gustan. Los agricultores y ganaderos también hacemos la compra, pero somos unos clientes un poco raros. Nos leemos de cabo a rabo los carteles que solo a veces aclaran la procedencia del producto, y con bastante frecuencia nos llevamos las manos a la cabeza cuando encontramos cómo las patatas o las cebollas se venden a un precio desorbitado respecto a la miseria que nos pagan. O, por el contrario, nos indignamos cuando la distribución utiliza la leche o el pollo como “gancho” para atraer al consumidor, vendiéndolos a precios por debajo de los costes reales.
También, aunque casi hace falta una lupa, los productores nos leemos esas etiquetas que indican que la legumbre tal ha sido “envasada” o el cordero cual ha sido “sacrificado” en Castilla y León (o sea, que puede haber venido de cualquier parte del mundo); o ese sello poco preciso de procedencia: “Unión Europea”. El mundo es, cada vez más, uno, y sabemos que no se pueden poner puertas, ni al campo, ni al comercio entre las naciones; pero hay algo que sí podemos hacer, y creo que sinceramente debemos hacer, y es dar prioridad al producto de nuestra tierra. Lo primero, porque es tan bueno o todavía mejor que el de cualquiera de otro país: hace ya mucho tiempo que se nos pasaron esos complejos de que lo que venía del otro lado de los Pirineos era superior. Lo segundo, porque su precio es muy competitivo, entre otros motivos porque no se encarece con el coste de transporte. Tercero, porque detrás de cada alimento de esta tierra hay una familia de agricultores y ganaderos cuya economía depende de que usted, consumidor, elija su producto. Y de esa familia depende la permanencia de los pueblos, del medio ambiente, del territorio rural.
Lo cierto es que todavía me queda una razón para apostar por los alimentos de Castilla y León: que están muy buenos. Por todo ello merece la pena comprarlos, aunque haga falta dedicar un rato a leerse las etiquetas, para que no le den a uno gato por liebre. Menos presumir en los anuncios de alubias de “la abuela”, chorizos “al estilo tradicional” y pollos “de pueblo”, que luego vienen a saber de dónde, y más dejar claro de dónde procede la materia prima. Esa es la mejor garantía de calidad.
* Artículo publicado el 17/12/2014 en el Suplemento Mundo Agrario de El Mundo de Castilla y León