Nuestra industria láctea está en decadencia y nos arrastra a los productores al precipicio, somos rehenes de su ineficacia, una ineficacia propia de no haber tomado decisiones, como sí han hecho los productores, para adaptarse a los cambios del mercado, entre ellos a un sistema sin cuotas.
José Antonio Turrado. Secretario Gral ASAJA Castilla y León
Pasados tres meses del inicio de una campaña lechera sin el sistema de cuotas que durante tantos años impuso la Unión Europea, los precios de la leche han caído en todos los países, aunque ciertamente en unos más que en otros. Por lo general, se está produciendo más leche, que necesariamente tiene que tener como destino un mayor consumo o la exportación hacia terceros países. Y ni el consumo está repuntando, ni la salida a los mercados internacionales está resultando fácil. En este contexto, el exceso de oferta presiona este gran mercado interior que es Europa, y los fabricantes tratan de encontrar nuevos nichos compitiendo en precio con el vecino de al lado.
España ha sido históricamente deficitaria en la producción de leche, pues producimos dos tercios de la que consumimos, y ahora se abría una posibilidad para producir más hasta alcanzar nuestro consumo interno, de unos nueve millones de toneladas. Y se podía soñar con esta cuota de mercado gracias a que los cambios que ha experimentado el sector ganadero en los últimos veinte años lo han convertido en uno de los más competitivos de Europa, un modelo productivo que ha apostado por el tamaño, la buena gestión, la mecanización, la alimentación racional y una espléndida genética. Podemos producir leche al precio de cualquier país de la Unión, pero no podemos producirla más barata que la media europea, porque eso es imposible. Y es aquí donde uno se pregunta qué es lo que ocurre para no ser competitivos, para que siga entrando en España leche y productos lácteos de otros países. Y la respuesta está en la ineficiencia de nuestra industria láctea: no son innovadores en los productos, no tienen economía de escala por su pequeño tamaño, y acarrean elevados costes de producción excluida la materia prima. Nuestra industria láctea está en decadencia y nos arrastra a los productores al precipicio, somos rehenes de su ineficacia, una ineficacia propia de no haber tomado decisiones, como sí han hecho los productores, para adaptarse a los cambios del mercado, entre ellos a un sistema sin cuotas.
Así las cosas, las desgracias no suelen venir solas. España tiene también la desgracia de tener una gran distribución de capital francés que apuesta por sus industrias primero y por el resto después, sin miramiento alguno para con las nacionales. El consumidor español, además de mirar sobre todo el precio, no tienen apego alguno a lo nuestro, no le dice nada una leche española detrás de la cual hay una familia de ganaderos. Y cuando no nos entendemos ni con la industria ni con la gran distribución, y hace falta el papel moderador del Estado –véase también las comunidades autónomas–, nuestros políticos se lavan las manos como Pilatos, y cuando no, se ponen de parte del poderoso que decide cuándo, cuánto y cómo paga el producto.