José Antonio Turrado. Secretario general ASAJA Castilla y León
El Congreso de los Diputados tramita el Proyecto de Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario que en su día le remitió el Gobierno, dando así cumplimiento a una directriz política que desde el punto de vista filosófico es difícil de cuestionar, y que además responde a un mandato de política agraria de la Unión Europea. Todo lo que pueda decir el texto legal se entiende con una frase que nos repetían a los que tenemos cierta edad en los colegios, en nuestras casas y en las catequesis: “tirar los alimentos es pecado”. Pues eso, aunque la mayoría de las generaciones actuales nacidas en nuestro país han vivido años en los que no ha habido necesidades desde el punto de vista de la alimentación, no siempre ha sido así, y en la mayor parte del mundo no es así. Y “sea pecado” o no, hay que tener un respeto por los alimentos y hacer un buen uso de ellos, y el buen uso no puede ser otro que servir exclusivamente para alimentar a las personas y a los animales, y si se quiere, y siempre cumplido lo anterior, para otros fines como pueda ser la producción energética, si ello es sostenible.
Creo que todos entendemos que el desperdicio alimentario es dejar caducar alimentos en nuestras neveras o despensas, tirar lo que mal calculado nos sobra en cada una de las comidas que hacemos, o no aprovechar frutos que simplemente puedan tener un mal aspecto o una parte dañada. Desperdicio alimentario es también no llevar al mercado piezas pequeñas –o grandes–, o tirar en el contenedor lo que sobra en un día porque es más fácil que reenviarlo a un centro social que pudiera aprovecharlo, por ejemplo. O dejar media botella de vino en un restaurante porque no está bien visto, socialmente, salir con ella debajo del brazo para llevarla para casa. Los agricultores, forzadamente, a veces tiramos nuestros productos porque nadie nos los compra o porque nos los compran a precios inferiores al coste de recogerlos, algo de lo que no nos sentimos orgullosos, pero es evidente que somos las víctimas.
En lo que quizá no hayamos reparado, y eso es lo que quiero resaltar en este editorial, es en la importancia del desperdicio alimentario que representan los productos que no recolectamos, que se quedan en el campo, porque las máquinas no los cogen o porque las labores agronómicas no se realizan como es debido para evitar estas pérdidas. Pienso en el trigo que nace en las tierras después de recolectarlas, el maíz, la remolacha que no llega a la tolva del equipo de recolección, las patatas, las legumbres, los animales que ante la más mínima tara no entran en la cadena de sacrifico de los mataderos… Es probable que en la mayoría de los cultivos un cinco por ciento se quede en el campo año tras año, y eso es alimento perdido, dinero perdido, y complicación agronómica, a veces, para el cultivo siguiente. La solución a esto pasa por que las máquinas, ahora con tanta tecnología, sean más precisas en las labores de recolección, y por que los maquinistas, tanto agricultores profesionales como empresas de servicios, nos tomemos esta labor con más profesionalidad y dedicación si cabe. Es nuestra obligación, y lo es por razones económicas, y también por razones morales. Porque, como en la España de la posguerra, no hacerlo “es pecado”.