Celedonio Sanz Gil
Lo lógico sería dedicar este artículo a analizar pormenorizadamente los puntos del Plan Estratégico de la Política Agraria Común, PEPAC, que será, una vez publicado en el BOE el Real Decreto, la nueva Biblia del sector para el periodo 2023-2027. Desentrañar todos los límites impuestos para acceder a las ayudas, las condiciones de los nuevos ecoesquemas o ecoregímenes, incidir en cómo dicen que se van a repartir esos más de 1.700 millones de euros anuales para el desarrollo rural. Pero me niego.
Les voy a manifestar mi opinión más sincera, mi análisis más visceral si quieren. Para mí toda esta normativa es un paso más en la consideración de los agricultores y ganaderos como menores de edad, incapaces de tomar las decisiones más importantes que atañen a su profesión a su modo de vida y sustento. Mejor aún, les tratan como a esas personas mayores que por senectud o la llegada de enfermedades como el Alzheimer se les retira la capacidad de obrar y se ven abocadas a una tutela legal, con la boca abierta y la mirada perdida. Un ataque más a su orgullo de profesionales y herederos de una tradición ancestral que ha alimentado a las gentes y ha mantenido viva la naturaleza que las urbes destrozan.
Miríadas de burócratas en sus despachos de todas las capitales de la UE y del Reino de España trazan líneas en el campo, ahora con ayuda de medios informáticos, drones y satélites especializados, y les ponen precio con las subvenciones que fijan o con las sanciones y multas que establecen por incumplir sus reglas, vengan o no vengan a cuento.
Ponen límites para todo, porcentajes para el pasto, para el barbecho, para este cultivo o para el de más allá, para rotar o no rotar, para traer o llevar un animal. Obligan a declarar, una, dos o tres veces al año, más la declaración de la renta. Ya no son papeles, ahora todo son declaraciones y registros electrónicos que casi lo ponen todo más complicado. A esto hay que unir los inconvenientes que ya existen tanto para elegir las semillas, como los fertilizantes o los fitosanitarios y su aplicación o simplemente para atravesar un camino no vaya a ser que entres en una Zona de Especial Protección de Aves o de Osos o de Lobos, o que estén en el área de influencia de un Parque Natural o demás figuras de este tipo.
Este panorama refleja con absoluta claridad que hoy la capacidad de decisión del agricultor y el ganadero profesional es mínima. Han pasado de trabajar con grilletes a llevar un dogal en el cuello que cada vez aprietan más, y amenaza con ahogarles. Normas y más normas, directivas CE, RDL estatales o Leyes autonómicas. Una cascada que se expande irremisiblemente y que socava cada año más los principios naturales de la actividad agraria en cada zona, en cada pueblo, en función de una homogenización impostada. Cuestiones que antes se debatían y solucionaban entre ellos, en las Hermandades, luego Cámaras Agrarias, que, por supuesto, han desaparecido y su enorme patrimonio ha sido levantado al campo casi sin que se enterara.
A los agricultores y ganaderos ¿les merece la pena soportar todo esto para recibir una subvención cada vez más recortada? ¿les merece la pena ser acusados por el resto de la sociedad de vivir a su costa, de ser recolectores de subvenciones después de soportar todo esto? Yo no soy agricultor y ganadero, yo no vivo de cultivar el campo o criar los animales, pero, sinceramente, creo que no.
Llevando incluso un paso más allá esta interpelación podemos preguntarnos, ¿le merece la pena a la sociedad europea en general tener un campo y un medio rural cautivo en manos de burócratas y ecologistas radicales?
Aunque no viva de esto me sigo considerando un hombre del campo. Asistí a la implantación de un nuevo cultivo en mi tierra. En los años setenta del siglo XX los campos de Castilla eran predio del cereal y las rotaciones se hacían con el barbecho, algarrobas y algún forraje, incluso garbanzos. Entonces las empresas aceiteras decidieron extender el cultivo del girasol. Viví las discusiones entre mi padre y mi hermano por si agotara la tierra, por los nuevos abonos que habría que echar, por la compra de la maquinaria, ayudé a acribar las pipas en la vieja aventadora para que estuvieran limpias para la siembra y, al final, aceptaron el girasol en nuestra tierra PORQUE VIERON QUE ERA BUENO. En otras tierras no funcionó.
Fue una decisión propia, con la tierra y las pipas en la mano, como mayores de edad, disponiendo plenamente de su conciencia y su experiencia. Mi hermano y mi padre han muerto ya pero hoy no podrían hacerlo. Hoy tendrían que plegarse a toda la burocracia que obliga a hacer con la tierra lo que manda su PAC, a comprar las semillas certificadas a una multinacional a arar lo que dicen y cuando dicen sus normas.
Porque ya no se fían del criterio de los agricultores y ganaderos, porque ahora todos se creen más sabios y con más derechos sobre una tierra que es suya, aunque son ellos, los profesionales del campo los que la mantienen viva. Todos hablan del futuro del campo: Biólogos, informáticos, sociólogos, químicos, ecólogos, por supuesto políticos. Pero no serán ellos los que se manchen de aceite cada mañana engrasando el tractor o la cosechadora, los que se machaquen los dedos cambiando las golondrinas de los cultivadores. Para todos esos planes de futuro que ellos diseñan harán falta agricultores y ganaderos, ese medio rural del mañana no existirá sin los hombres y mujeres del campo a los que ahora se desdibuja hasta llevarlos al abandono.
La PAC ha llegado a un punto de degradación por hinchamiento que ya solo beneficia a los miles de burócratas que la organizan y reorganizan a cada paso. La única solución sería acabar con ella de un plumazo y empezar de nuevo, de cero. Volver a dar prioridad a ese 83 por ciento de agricultores y ganaderos que viven en una explotación familiar agraria, protegerles de verdad, dejarles trabajar y preparar a sus herederos. Tratarles como lo que son: Los primeros expertos en el campo, a los que se debe dar el mayor respeto y poder de decisión.
Tengan muy claro que no habrá campo sin campesinos, ni paisajes sin paisanos, y esta PAC, que nadie entiende, solo les deja la opción de agachar la cabeza o abandonar.