Celedonio Sanz Gil
El pasado 1 de octubre hubo una gran manifestación de agricultores y ganaderos en Holanda. No era una protesta al uso. No se reivindicaban mejores condiciones de mercado para un determinado producto, no se quejaban de los bajos precios o de la escasez de las ayudas o del cierre de los mercados como el de Estados Unidos o Rusia o de la llegada de productos de terceros países o la firma de determinados Tratados Comerciales que vendían el campo a cambio de ventajas en otros sectores.
No, las gentes del campo holandés alzaban su voz contra todos esos que culpan a los agricultores y ganaderos de los males que está causando la humanidad a la naturaleza. Contra todos los grupos verdes y ecologistas de diverso pelaje que están presionando a los mandatarios políticos, de todas las administraciones públicas, para que impongan condiciones leoninas a la práctica de los profesionales agrarios, que directamente están obligando a echar el cierre a miles de explotaciones familiares agrarias y cercenando el futuro de muchos pueblos.
La participación en la protesta superó las previsiones de las propias organizaciones convocantes. El campo holandés nunca se había caracterizado por un espíritu reivindicativo, se les consideraba unas almas tranquilas, pacíficas, como las mismas vacas que cuidan; esas que ven pasar la vida a toda velocidad, desde los bordes de las carreteras, mientras ellas rumian la hierba de sus verdes prados detrás de las vallas. Pero ahora ya están hartos. Hastiados de ser los malos de esta película y de que nadie alce la voz en su favor, de ser esa minoría silenciosa a la que abofetea una y otra vez otra minoría bulliciosa, que poco a poco se está haciendo con el favor de la mayoría de la sociedad.
Hartos de que se les trate, cuando menos, de maltratadores, de derrochadores de recursos, de envenenadores del planeta. Hartos de que se les cierren explotaciones simplemente porque huelen mal, de que no se les permita circular a los tractores por diversos caminos, de que no se puedan tocar las campanas de los pueblos, de que haya que acallar los relojes de las torres solo porque su ruido molesta a los visitantes y a cierta fauna. Hartos de que nadie se preocupe por ellos.
Hartos de ver cómo en las teles las grandes industrias lácteas, por ejemplo, ponen una y otra vez sus anuncios en los que se puede apreciar el estupendo sueño y cuidado de las vacas. Pero no se acuerdan para nada de los ganaderos que no pueden conciliar el sueño cada noche porque las cuentas no cuadran y con los bajísimos precios que les otorgan por su producción no pueden mantener su actividad, no cubren costes, y se ven obligados a cerrar sus explotaciones y a contemplar como sus hijos abandonan los pueblos porque no hay sitio para ellos en el sector agrario.
Hartos de que ese espíritu pendenciero con el campo se haya instalado en todos los lugares de nuestra sociedad ante la mirada complaciente de los gobernantes. Algo que permite, por ejemplo, que en un pequeño pueblo de Zamora se imponga una tasa, que para ese lugar se puede considerar astronómica, a las explotaciones ganaderas y nadie se llame a escándalo.
En esa protesta del campo holandés triunfó un eslogan, así en inglés: NO FARMER NO FOOD. Si no hay granjeros no hay comida. Algo que, de tan lógico, de tan sabido, tan de Perogrullo, no debería llamar la atención pero que en este orden de cosas se ha convertido en una reivindicación esencial, en un grito de supervivencia.
Así, de un vistazo, en resumidas cuentas, la población de la Tierra se sitúa en 7.700 millones de habitantes. De ellos cerca de 800 millones pasan hambre y más de 2.000 millones se encuentran en riesgo alimentario, es decir, no saben qué ni cuándo podrán comer hoy. Por otro lado, es el buen hacer de los agricultores y ganaderos el que permite alimentar a más de 5.700 millones de personas, disponer de alimentos nutritivos y a unos precios asequibles, que permiten al ser humano satisfacer su necesidad primaria, para después discurrir y disfrutar del resto de oportunidades que ofrece la vida. Las previsiones apuntan a que en el año 2050 se alcanzarán los 9.700 millones de personas en el planeta y el reto es que todos puedan comer, puedan alimentarse para mantener una vida saludable, y, al mismo tiempo, se conserve la vida, la naturaleza, la biodiversidad, algo que los hombres del campo son los primeros en cuidar y los primeros interesados en que no se destruya.
Estos movimientos de radicalismo ecologista yerran el tiro. No es en las granjas donde deben protestar. Los agricultores y ganaderos se limitan a satisfacer las demandas de la sociedad con un trabajo esforzado. Si hoy en el mundo apenas siete variedades de plantas suponen el 70 por ciento de los cultivos es por la homogeneización global. No por un capricho del campo. Es porque hoy puedes ir a cualquier sitio, a cualquier lugar del planeta, y alimentarte con apenas cuatro productos: Pizza y hamburguesa, para comer, y cerveza y Coca Cola, para beber.
También es curioso que este tipo de movimientos se produzcan solo en esta zona de Europa. Aquí seguimos criticando al presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, que impone aranceles para los productos agrícolas comunitarios. Sin entrar a valorar que este señor protege a sus agricultores y ganaderos, a sus votantes, que, junto a estas medidas, en el mes de junio puso en marcha un programa de 16.000 millones de dólares en apoyo al sector agrario. La mayor parte de este dinero irá para ayudas directas a los profesionales del campo. Sin más disquisiciones.
La competencia en el sector agrario mundial es enorme. La producción de una granja o de una explotación agrícola que cierra es inmediatamente absorbida por otra de cualquier lugar del mundo. Lo que sí se puede garantizar es que la granja o la explotación agrícola comunitaria, cumple con los máximos parámetros de seguridad en la alimentación y en el bienestar de los animales o en el cuidado de los cultivos, con una normativa y una vigilancia cada vez más exhaustiva. Y los propios agricultores y ganaderos están concienciados de que debe ser así, de que eso va en su labor, aunque aumente los costes de su producción. Algo que en otras zonas del mundo no se puede garantizar, y que aumenta su competitividad frente a los productores de aquí.
Pero cuando los productos llegan al mercado nadie repare en ello. Porque hay que comer, y se come, y se seguirá comiendo, en todos los lugares del mundo, excepto en los cementerios: No Farmer, no food. O sea, sin agricultores sólo habrá cementerios.