Celedonio Sanz Gil
Ya no hay huevos de la granja de la Vega de Cabezuela, Segovia. La granja de gallinas ponedoras, instalada en la parte alta del paraje de La Vega, cerró el pasado mes de octubre. Ha cerrado otro negocio familiar, un par de familias se han quedado sin su medio de vida, en el pueblo no se encuentra un sustituto que compense su ausencia ni en el plano económico ni en el laboral, y con ella se pierde también una parte de la historia de la localidad. No era una granja sin más, tenía su componente industrial y cerraba el ciclo alimenticio, del productor al consumidor. Aunque en los lineales de las tiendas no se ha notado su ausencia. En el pueblo, en los supermercados de la comarca, otros huevos, con otras marcas, ocupan su lugar. La gente echa los otros huevos al carro y a seguir comprando.
Esta anécdota, el cierre de una pequeña granja en un pequeño pueblo de una pequeña provincia, si lo analizamos con detenimiento se convierte en realidad en un hecho paradigmático, que refleja a las claras la evolución de la actividad agraria y de la misma vida futura, o más bien ausencia de vida futura, en los pueblos.
Pierden los pequeños profesionales del campo y se está acabando, poco a poco, con un modo de vida asentado en la explotación familiar agraria, ligado a los pueblos, con las raíces bien asentadas en su tierra, que crea empleo y riqueza en ella. Negocios con alma, que se pierden.
Ahora, casi sin darnos cuenta, sin solución de continuidad, su lugar lo ocupan otras industrias, más grandes, sin compromiso alguno, alejadas de los pueblos, sus suministros los obtienen donde sea, donde estén más baratos, sin importarles nada más, y las ganancias obtenidas, la riqueza que genera la actividad agraria, también se la llevan fuera. Lo hacen con nuestra aquiescencia, nuestro consentimiento implícito. Porque este goteo de pequeñas explotaciones cerradas, como la granja de la Vega, no da origen a ninguna protesta. Nadie se queja. Compramos otros huevos y a seguir viviendo, nos da igual de dónde vengan, y así hasta que ya no quede nadie a nuestro lado.
Todas las historias
La granja de la Vega inició su actividad en los años sesenta del siglo pasado, y era un referente en Cabezuela. Sus naves de paredes blancas han sido testigos fieles, inamovibles, del discurrir de la vida en la villa. Desde su altozano vieron trillar el cereal en las eras que la circundaban, extender las parvas y subir los montones de grano en el verano y pastar los rebaños de ovejas el resto del año. Oían los cánticos de las ranas en la laguna que estaba a su lado. Siguieron allí cuando se cegó la laguna y surgió el polideportivo. Han visto todos los partidos en el campo de fútbol, en la pista o en el frontón, todos los baños en la piscina, todas las cañas y las cenas en el bar, y todos los juegos de los niños en los columpios. Vieron las plazas de toros portátiles y la instalación de la plaza permanente, han visto todas las corridas y llegar todos los encierros. Han visto cómo en media pradera surgía un nuevo barrio y cómo las familias llenaban su espacio.
Toda su historia y todas las historias las ha visto pasar junto al tráfico de camiones que entraban y salían por sus verjas trayendo y llevando sus mercancías. Envueltas en el ensordecedor ruido de los pollos y las gallinas encerradas entre sus paredes, entre el revolar de las plumas y el polvo en suspensión, con el murmullo de los piensos y el agua bajando de los silos a los comederos y los bebederos, entre el movimiento incesante de los huevos deslizándose por las cintas sin fin hasta las clasificadoras y las empaquetadoras, primero en aquellas enormes hueveras de cartón abiertas y después en los nuevos envases por docenas, de diversos colores según el tamaño del huevo y con todas las especificaciones del producto, con la marca en el frontal: LA GRANJA DE LA VEGA.
En el principio las gallinas y los huevos eran blancos, el color de la pureza, de la sanidad; después pasaron a ser marrones, llevados por las nuevas modas del color más natural. Aunque el sonido de los animales siguió siendo el mismo, y llegaba el mismo olor cuando se vaciaban las balsas de purín y soplaba el viento del norte que lo llevaba hacia el pueblo.
Ahora habrá silencio y abandono tras sus vallas verdes y sus blancas paredes. Alguno se alegrará porque tampoco habrá molestias.
Causas de abandono
La granja de la Vega era de una familia que vivía en pueblo de al lado hace casi dos décadas, del hijo del señor Gisilo. Una explotación familiar como tantas, y el negocio no iba mal. Pero en los últimos años había entrado en una senda que la encaminaba al abandono, algo incomprensible cuando se miraba desde fuera.
Al hablar con el ganadero todo se entiende mejor: “La mujer se puso enferma y cada vez nos costaba más cumplir con todas las exigencias del trabajo y del papeleo”. “Vinieron las nuevas normas del bienestar animal y tuvimos que cerrar una de las naves. La opción era invertir más de medio millón de euros para modernizarlo todo y seguir adelante o cerrar, porque tampoco hemos tenido ninguna oferta para comprar la granja”. “El chico dijo que no lo veía claro, que prefería estar en otro sitio, y yo, a mi edad, ya no estoy para asumir todo ese trabajo, todos esos riesgos… Negociar con los bancos, con los albañiles, con los proveedores, contratar más trabajadores… ¿Para qué?”.
Sí, la primera causa del abandono en la actividad agraria: profesionales de más de 55 años que no tienen un sucesor en la explotación. El desánimo y desinterés de la juventud que no encuentra alicientes para asumir un proyecto agrario como su modo de vida.
La segunda causa de abandono: el elevado volumen de inversión que exige la adaptación a las nuevas normas medioambientales y de bienestar animal impuestas por la Administración, la comunitaria, la nacional, la autonómica y la local, de las instalaciones agrícolas y ganaderas, de la maquinaria a emplear, del manejo, de los procesos productivos o del transporte. Un gasto que eleva de forma muy importante los costes de producción sin que tenga reflejo en los precios pagados al productor, lo que conlleva de forma automática una menor rentabilidad de las explotaciones. Esa elevada inversión y ese incremento de costes, el riesgo que supone, además, con todo el papeleo, los controles e inspecciones que conlleva, difícilmente pueden ser afrontados por una explotación familiar.
Las frías estadísticas lo reflejan claramente. En los últimos diez años España ha perdido casi una cuarta parte de sus explotaciones agrarias, en su mayor parte familiares; ahora apenas superan las 980.000, y la caída no se detiene, sigue a un ritmo superior al 2 por ciento anual. En 2018 la granja de la Vega se ha sumado a esa triste estadística, desde fuera a nadie parece importarle, pero cada pueblo nota su vacío, y mucho. Ya no hay huevos en la granja de la Vega. Hay más abandono.